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Antonio Garrido
Viernes, 30 de octubre 2015, 11:29
La joven, vestida de negro, como era moda en el siglo XIX y a principios del pasado, se esconde, acuclillada, detrás de la cama, de hierro, muy característica de esa época, con pirindolas doradas y curvas. Una cama que parece muy alta, de blanco impoluto, parece fresca y confortable, para hundirse. Se trata de una habitación modesta, basta ver el suelo y la puerta que fue blanca hace mucho. Está entreabierta y deja ver otra que está cerrada. Papel azul en la pared. ¿De qué se esconde la joven? ¿Qué teme? Su rostro no denota precisamente que esté jugando al escondite.
Esta portada del volumen nos da pistas. La autora es una maestra en la intriga, en la suspensión del tiempo, en la atmósfera no definida pero inquietante, en la niebla de los hechos y de los espacios. Todo este universo está incompleto de manera muy elaborada. El ritmo de la prosa, la selección léxica, el punto de vista, todos estos elementos están al servicio de la intriga que suele ser muy sencilla en apariencia. Hay repliegues en la túnica del misterio, una palabra clave de los cuentos de la autora catalana, un núcleo fundamental de su gramática narrativa.
Dos hermanas, una especial, y una habitación y la construcción de la personalidad desde una actitud de extrañeza y perplejidad. Los padres y qué ocurre en ese espacio reducido y ordenado hasta la exageración y una ilusión y una foto en el móvil, una traición y ¿quién es Nona? La sorpresa está agazapada y salta sobre el lector.
Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre el llamado efecto único, esa explosión que surge normalmente al final de la historia. Una joven va a ser desahuciada, pide ayuda a un amigo, queda con él y no aparece. ¡Cobarde!, exclama. Un encuentro casual, una anciana simpática que la invita a su casa, un cuenco donde hay billetes de quinientos euros, la salvación pero, la anciana tiene un hijo: «A ver cuánto te dura. Cada día está más difícil encontrar a alguien. Y las chicas de hoy saben latín. No les gusta hablar con viejas».
Un libro de cuentos es un encuentro de universos y el lector pasa de uno en uno y tiene que recomponer su agudeza, su sensibilidad, su expectativa; entre otras muchas cosas, casi infinitas, la literatura es una permanente espera y también un anticiparse o un dejarse arrastrar morosamente por la voz del narrador. La portada a la que me he referido es un cuadro de Cecioni, quizás de 1867. La narradora coincide en la exposición con un grupo de escolares que van dando su interpretación de la obra. Una niña dice una frase estremecedora, terrible. ¿Qué pensar? ¿Se trata solo de un exceso de imaginación? La incertidumbre y la congoja la dominan y, claro está, en este desdoblamiento de realidad y: «Y hago lo único que puedo hacer. Escribo un cuento». Sencillamente magistral.
Papi-Amor y las hijas avergonzadas, escuchando los arrumacos y jadeos de ese padre ejemplar, viudo inconsolable que de pronto aparece con una mujer muy bella y bastante más joven. ¡Qué sorpresa! Cuando todo estaba tan bien ordenado. Esas dos palabras son el resumen de la ridiculez. ¡Odio a los Ojos de Hielo! Odio a quien cambiará las costumbres establecidas. La técnica de leve amplificación de los hechos narrados es muy efectiva. Menos mal que las tres hermanas aprendieron, delante del cadáver de un gato, a mirar sin ver.
Los juegos del tiempo, en el sentido más serio imaginable, tienen muchas posibilidades que Fernández Cubas explota con sabiduría. La mujer decide cambiar de vida. Hace ocho meses que ha muerto su pareja y: «El hombre amado, estuviera donde estuviera, la estaba soñando», también: «Tiempos del presente contra tiempos del pasado».
Un mundo, una aventura, un lenguaje y una tribu. No me queda espacio. Léase.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
Cristina Vallejo, Antonio M. Romero y Encarni Hinojosa | Málaga
José Antonio Guerrero | Madrid y Leticia Aróstegui (diseño)
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