Piedras asesinas

Antonio Garrido

Martes, 6 de octubre 2015, 14:48

No me quiero poner estupendo pero es cierto que la literatura, desde su radical inutilidad, sirve para muchas cosas; una de ellas y no la menor es disfrutar, pasarlo bien. ¿Qué quiero decir con esto? Algo tan sencillo como jugar, como el placer del texto, en título del maestro Barthes. No es fácil conseguirlo. El escritor debe manejar recursos diversos y crear una combinación adecuada para que el lector, como me ha pasado, empiece y no pare hasta acabar el libro. Aquí podría acabar mi crítica porque la mayor cualidad de la novela del sevillano ya he sido enunciada pero no, hay que justificar lo dicho.

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Hay que tener cuidado con los calificativos. Si digo que esta novela es entretenida se puede pensar que la califico de superficial, si afirmo que es brillante, la valoración aumente y si me atrevo, que me atrevo, a decir que es apasionante, miel sobre hojuelas.

En algún otro texto me he detenido a establecer una mínima tipología de los que se conoce como novela histórica. El caso más frecuente es el de una débil trama narrativa que sirve de pretexto a los hechos probados, a los hechos que se quieren destacar. En este caso el texto literario es de baja calidad aunque se articule con habilidad. Existe el caso de un aparente equilibrio entre lo inventado y el plano histórico; ninguno de los dos casos conviene a Luis Manuel Ruiz.

Estamos ante una novela como plena obra de ficción pero en la que el conocimiento de la historia es muy profundo. Este conocimiento ofrece un potente marco para el desarrollo de la acción, trepidante por otra parte. Madrid, 1909. El narrador es muy preciso en la evolución temporal y utiliza marcas precisas.

Me ha gustado mucho el territorio de penumbra en el que queda la historia que puedo llamar grande, frente a la peripecia menuda, que es la clave de la estructura de la ficción, del edificio de la imaginación.

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Junto a lo anterior quiero destacar dos virtudes que completan mi perspectiva de la novela: el humor y la variedad y rapidez de lo narrado. Es como si el narrador no quisiera que el lector bajara la tensión lectora y, desde luego, lo consigue. Insisto en el humor y la ironía. El profesor, por ejemplo, necesita sus piononos para mantener el equilibrio orgánico y por un problema con los dientes habla de manera extraña. Otro ejemplo son las reuniones de esa especie de gabinete de crisis que se reúne, a cargo del contribuyente, en los mejores restaurantes. Este nivel no quita nada de dramatismo. En el principio del texto la descripción de la mendiga recuerda a los mejores del realismo.

Como se dice en el propio volumen no descubro nada si afirmo que el motor es algo tan inverosímil como que las estatuas de Madrid se ponen a andar y lo arrasa todo a su paso. ¿Por qué y para qué? Esta es la cuestión que deberá ser resuelta. Un periodista, algo tímido y torpe, Elías Arce, ve en estos hechos una oportunidad para conseguir la fama. Claro que también está el profesor Fo, que apareció por vez primera en El hombre sin rostro.

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Medusa y la maldición con esas frases en griego que salpican sus parlamentos. La multitud de personajes secundarios y el ambiente de inventos, de máquinas, de prodigios; porque de eso se trata en el fondo, de un universo prodigioso donde cada episodio se adelanta y ocupa su lugar en el momento en el que le da el foco, la luz cegadora.

El personaje que más me interesa es Irene Fo, el modelo de la mujer liberada. Es un personaje libre que es capaz de todo, que deja tamañito al entrenador de esquí y a cualquiera que se le ponga por delante.

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¿Quieran un detalle? La defensa de la cámara acorazada del banco; ¿otro? El episodio de la cárcel. Mejor es que usted, amigo lector, vaya al texto.

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