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'El condominio': El kármico inquilino

juan francisco ferré

Martes, 15 de septiembre 2015, 09:34

La narrativa norteamericana del siglo XX guarda incontables tesoros aún no traducidos al español. La obra de Stanley Elkin, escritor judío de Brooklyn, es uno de los más preciosos. La editorial debería haber aprovechado esta ocasión para publicar no solo esta novela espléndida, de autonomía artística incuestionable, sino las otras dos que la precedían en el libro de 1973 titulado, con polisémica ironía, Searches & Seizures, una trilogía magistral que funciona como un sumario de los múltiples talentos literarios de Elkin.

En efecto, Exploraciones & Hallazgos, traduciendo en un sentido puramente estético, es una ingeniosa divisa para el proyecto de un escritor que necesita poner en palabras un mundo de historias y personajes que se estaba transformando a velocidad de vértigo delante de los ojos de cualquier testigo mejor o peor informado, no digamos de un novelista superdotado. Pero Elkin nunca fue un moralista superior, ni un desdeñoso observador del entorno, sino el practicante paradójico de una picaresca postmoderna, tan descarnada como hilarante, un visionario cómplice que sabía elegir los personajes sintomáticos y las voces singulares con que hacer creíbles y seductoras las bromas pesadas que gastaba a una realidad inestable y desafiante.

Como Gaddis o Barthelme, Elkin poseía un oído privilegiado para la lengua coloquial americana: esa inefable combinación de jerga de negocios y retórica de vendedor (o dicción de político electo) aplicada a los registros íntimos más apasionados, la expresión de la vulgaridad o la cursilería y el realismo banal de la próspera sociedad estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Elkin era un ventrílocuo virtuoso capaz de imitar voces narrativas convincentes al tiempo que extraía de la experiencia de sus personajes notas grotescas de humor negro o fina ironía de la vida.

Convendría tener en cuenta que Elkin es un escritor cuyas novelas y narraciones fueron elogiadas por influyentes colegas como William Gass, John Gardner o Robert Coover, su hermano de sangre en la cáustica comicidad de las situaciones y el satírico sentido del absurdo social así como en la atención microscópica a las miserias y abyecciones sin cuento de la vida cotidiana. En este sentido, El condominio no ha perdido vigencia en una época donde el ideal del bienestar y la calidad de vida asociado al sector inmobiliario sigue siendo un factor decisivo en la dinámica económica, social y cultural de los países desarrollados.

Marshall Preminger, ex conferenciante de éxito y perpetuo estudiante de doctorado a sus 37 virginales años, recibe la noticia de la muerte repentina de su padre cincuentón y viaja a Chicago para asistir al entierro. Estando allí, se hace cargo como heredero del lujoso apartamento adquirido por el Preminger sénior unos años atrás y ubicado en un inmenso complejo residencial de tres torres de apartamentos habitadas por casi un millar de judíos mayores que él. Las desventuras de Preminger en la estricta comunidad de vecinos se confunden con el modo en que la convulsa vida de su padre en el gueto racial, paso a paso, acaba imponiéndose sobre la suya propia, tan desleída, como una peligrosa maldición, mientras redacta en sus ratos perdidos una conferencia última sobre la habitación humana del espacio.

En un arrebato de lucidez incompatible con la supervivencia, Preminger se descubre un ser excluido de todo lo que le atrae en la vida: la riqueza, la clase, la educación superior, las mujeres elegantes, el amor, cualquier forma de felicidad y, al final, el apartamento exclusivo que había transformado a su progenitor en un vividor agónico a tono con los tiempos.

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