Secciones
Servicios
Destacamos
Ángel Escalera
Sábado, 14 de junio 2014, 01:38
El ganador del Príncipe de Asturias de las Letras de este año, el irlandés John Banville (Wexford, 1945), firma sus novelas de género negro con el seudónimo de Benjamin Black. Banville, un firme candidato al ganar el Nobel y uno de los escritores más solventes de su generación, se ha creado un álter ego para dar rienda suelta a historias en las que la intriga dejan al lector sin aliento a medida que se adentra en la trama. John Banville considera que escribir es como respirar. «Lo hago por necesidad. Por mi propia boca y ahora también por la de Black», explica.
El novelista irlandés es el autor de La rubia de ojos negros, en la que recupera al mítico detective Philip Marlowe, creado por Raymond Chandler. Los herederos de este autorizaron a Banville a que llevase a cabo la resurrección de Marlowe. Acertaron de pleno con esa aprobación, puesto que el resultado ha supuesto un éxito delicioso. Desde luego, Chandler, de poder leer la novela, estaría satisfecho. Su detective ha caído en manos de un escritor que le ha insuflado una nueva vida.
Benjamin Black (es decir, Banville) mantiene en tensión al lector desde la primera a la última página. Maneja con habilidad los rudimentos de la novela negra, lo que confiere a la narración el ritmo adecuado y justo que debe tener este tipo de argumentos, en los que siempre hay una mujer fatal que juega a su antojo con el protagonista y lo maneja como a un pelele que se ve atrapado en una inextricable red, sin posibilidad de escape, consciente desde el primer momento de que su amor tendrá un amargo final. Esa seguridad en el fracaso no le impide dejarse arrastrar por la pasión, incapaz de desasirse de la tela de araña que lo va rodeando hasta convertirlo en una presa segura; en un ser inerme cuyas fuerzas se diluyen ahogadas en alcohol.
La rubia de ojos negros (publicada por Alfaguara) arranca con la visita de Clare Cavendish, una mujer guapa, alta, sofisticada y delgada, de caderas elegantes, pechos pequeños y de una penetrante mirada, a la oficina de Philip Marlowe. El detective observa por la ventana y la ve acercarse; escucha sus pasos antes de que ella penetre en su vida sin pedir permiso. Sentada frente al detective, saca una boquilla de ébano en la que coloca un cigarrillo Sobranie Black Russian y, tras dar una sensual calada, le dice a Marlowe que quiere contratarlo para que busque a su amante, Nico Peterson, desaparecido hace dos meses.
El detective, que se define a sí mismo como «un hombre normal y corriente que trata de ganarse la vida honestamente», acepta el caso no porque le interese encontrar al Peterson, sino porque se siente fulminado por los ojos negros de Clare Cavendish, una rica heredera de una prestigiosa empresa de perfumes, casada con un hombre que no la hace feliz y con el que la llama del amor se extinguió antes de ser encendida. La trama se enmarca en Los Ángeles de principios de la década de los años cincuenta del siglo pasado, en el comienzo de un caluroso verano que hace sudar a los personajes, menos a Clare, que siempre está como recién salida de la ducha y cuyo apetecible cuerpo exhala un olor que acentúa su feminidad. Marlowe, aunque sabe que no le interesa ser capturado por el influjo de la rubia de ojos negros, acepta el reto de dar con el paradero de Peterson como si no le cupiese otra salida que llegar hasta el fondo del infierno si Clare Cavendish se lo ordena. «Tenía ojos negros y profundos como un lago de montaña», dice Marlowe de ella. Para añadir que era su tipo de mujer.
A medida que el detective ahonda en su investigación percibe que nada es como parece. La acción se va volviendo violenta y la vida de Marlowe corre peligro, pero ¿no es más arriesgado enamorarse de Clare? La acción está marcada por una serie de elementos característicos en la literatura policiaca. Así, el tabaco está presente a lo largo de toda la historia. Vaharadas de humo le llegan al lector, que siente un irrefrenable deseo de fumar. De fumar con ansia, con desesperación, como hace Marlowe cuando, acodado en la barra de sus bares preferidos, bebe gimlet o bourbon y deja que afloren sus recuerdos. El detective es un escéptico. Ya nada le produce asombro. Ha visto la maldad humana en todas sus formas. Sin embargo, aun siendo consciente de que Clare Cavendish miente, es incapaz de huir antes de que la ola le cubra y el mar lo zarandee sin remedio.
Asesinatos, una maleta que los malos buscan con las armas preparadas, un joven atrapado por las drogas, policías desencantados, ricos ociosos que necesitan emociones fuertes para salir de su cómoda rutina, un intrigante amigo de Marlowe que se esconde en México, acusado de un crimen que no cometió, el gerente de un opaco club para gente importante y una joven que sueña con ser estrella de Hollywood van ocupando los capítulos que con mano certera escribe Benjamin Black. La narración se desarrolla sin dar tregua, con unos brillantes diálogos (en ocasiones, ácidos, irónicos, punzantes) y una escenografía muy cinematográfica (es una novela muy visual), hasta un desenlace inesperado. Un final que deja con ganas de regresar al principio y leer de nuevo La rubia de ojos negros.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.