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marisol ortiz de zárate
Domingo, 28 de abril 2019, 12:44
Si hay un pueblo en la Toscana famoso por haber dado al mundo un personaje relevante, ese es Vinci. Allí, en una casa rodeada de viñedos y lomas con olivos en terrazas, nació un día de abril de 1452 Leonardo di Ser Piero da Vinci, hijo de Ser Piero da Vinci, notario ('Ser' representaba la distinción de notario), y de una campesina de unos 25 años llamada Caterina con la que Ser Piero no se casó.
También Anchiano, una aldea vecina, se atribuye haber sido el lugar donde Leonardo vio la luz por primera vez. Una incógnita, una más sobre su figura. En todos los ensayos biográficos abundan las especulaciones, articuladas con expresiones como 'aunque no pueda asegurarse', 'cabe suponer' y 'posiblemente'. Su vida está, como su pintura, envuelta en luces y sombras.
El pequeño Leonardo fue amamantado por su madre y a los dos o tres años pasó a la casa paterna de Vinci, donde los abuelos y el tío Francesco, cultos y amantes de la naturaleza, fueron su primera gran influencia positiva. Con Ser Piero, en cambio, nunca tuvo una buena relación y el alejamiento que se profesaron en vida culminó con la exclusión del hijo en el testamento del padre. Pero no nos precipitemos; para llegar a esos acontecimientos habría de pasar no poco tiempo.
Por su condición de hijo ilegítimo, Leonardo no podía acceder a una carrera notarial ni de otro tipo, como tampoco al aprendizaje de las lenguas cultas (latín y griego) pero mostraba aptitudes para el dibujo y Ser Piero lo colocó a los 14 años como aprendiz en el taller artístico de Andrea del Verrochio, la 'bottega' más prestigiosa de Florencia.
Pertenecer a una 'bottega' en la Florencia renacentista era más que un oficio; era un modo de vida. Los aprendices vivían en régimen de internado. Empezaban desde abajo, moliendo y mezclando pigmentos, preparando tablas, aprendiendo las técnicas de dibujo, orfebrería, escultura. De ordinario hacían de modelos. Con el tiempo, cuando estaban preparados, añadían elementos propios en obras de sus maestros o recibían encargos personales. Desde sus inicios, Leonardo dio muestras de su genialidad, superando muy pronto a su maestro, como gustan de recalcar las biografías algo románticas de la época.
Las primeras imágenes de Leonardo lo muestran como un joven hermoso, atlético, de cabello largo y rizado. Los textos sobre su figura hablan de un hombre moderno, elegante y refinado.
Un día de principios de abril de 1476 apareció una denuncia anónima que acusaba a Leonardo de sodomía con un muchacho de reconocida promiscuidad. Es la primera fuente que alude a su presunta homosexualidad, condición que hoy es aceptada casi de manera unánime. Aunque en Florencia la homosexualidad estaba muy generalizada, su práctica era penada por ley, pero la denuncia no prosperó y Leonardo fue absuelto. Un año después abría su propia 'bottega'. La demanda de obras de arte por la nobleza (Lorenzo de Médici, hombre fuerte de Florencia, fue su primer mecenas), la burguesía y la Iglesia era muy grande, como también lo era la competencia. Se sabe que, curiosamente, no llegó a entregar el primer encargo recibido, un retablo, lo que ya vaticinaba un futuro de obras inacabadas e incumplimientos laborables.
Por esta época se inició su interés por los diseños técnicos, y la observación constante de los pájaros lo llevó a idear su primera máquina para volar, asunto que le obsesionaría hasta su muerte.
Pero algo no marchaba bien para que, a los 30 años, decidiera partir a Milán. Si la Florencia de los Médici era el arte, la Milán de los Sforza era el ejército. Leonardo aspiraba a ser el ingeniero militar de la corte pero aceptó en un principio entrar como músico y animador (cantaba y tocaba la lira), ya tendría ocasión de mostrar otras facetas. Permanecería en la capital lombarda casi 18 años y acometería muchas de sus obras magistrales. Sus primeros dibujos anatómicos se fechan también durante su estancia milanesa.
Aquí comenzó su relación humana y profesional con Salai, un niño de 10 años cuando lo tomó a su cargo y que, como su apodo indica, fue un verdadero 'diablillo' capaz de fascinar, seducir y desesperar a su generoso y permisivo maestro. Una relación que, junto a la de Francesco –futuro discípulo, recopilador y albacea de su legado artístico–, duraría hasta el final de sus días.
Con 47 años Leonardo abandonó Milán, que en ese momento, tras la caída de los Sforza, estaba en poder de los franceses, y comenzó una etapa itinerante: Mantua, Venecia y Florencia, adonde regresaría convertido en una celebridad. Pero disperso e inadaptado, aceptó la oferta de un nuevo mecenas, el cruel y dominante César Borgia, con el que recorrió gran parte de sus territorios conquistados.
De nuevo asentado en Florencia, hay dos hechos remarcables en este periodo: el encargo de pintar 'La Gioconda' y el recrudecimiento de una visceral enemistad con un joven florentino rudo e insolente, Miguel Ángel Buonarroti, cuyos 'mármoles' gigantes ya eran famosos en Italia entera.
Leonardo acudió a la llamada del gobernador francés en Milán, Charles d'Amboise, su ferviente admirador. Había obtenido un permiso de tres meses tras los cuales debía regresar a Florencia a terminar una obra inconclusa de bastante envergadura, pero pasó varios años en la capital lombarda, y si hizo esporádicos viajes a Florencia fue principalmente para solucionar pleitos con sus once hermanastros sobre la herencia de Ser Piero.
Un poco cansado de la pintura, el siempre complejo e inconstante Leonardo se volcó en el estudio de la anatomía diseccionando cadáveres, tanto de animales como de hombres, mujeres y niños.
A los 61 años vuelve a cambiar de residencia. Esta vez a Roma, acogido por León X, que le ofrece como residencia su palacio de verano: villa Belvedere. No funcionó. El zurdo excéntrico de caligrafía especular, el vegetariano y frugal Leonardo no encajaba en una corte papal entregada como nunca a los apetitos culinarios y carnales. Además, la disección de cadáveres, herética para los ortodoxos, le estaba enemistando con la Iglesia. Así que no dudó en aceptar la invitación de Francisco I, rey de Francia, y acompañado por su séquito más fiel, emprendió su primer viaje al extranjero. Jamás regresaría a Italia. Murió en Amboise hace ahora 500 años. Fue el 2 de mayo de 1519, a la edad de 67 años, y allí reposan lo que se supone son sus restos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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