Sr. García .
Cruce de vías

El Hombre del Saco

Los adultos nos amenazaban con seres abominables simplemente para que los obedeciéramos sin rechistar

Vuelvo a los años de la niñez. Las personas mayores nos amenazaban con llamar al Hombre del Saco si no obedecíamos las órdenes. A mí no me daba miedo ese señor, quizá porque nunca llegué a conocerlo. Mis amigos tampoco lo habían visto. Entonces las ... calles estaban llenas de hombres que cargaban sacos de arpillera sobre sus hombros, pero pasaban a nuestro lado sin echarnos cuenta por muy desobedientes que hubiéramos sido. Yo fijaba la mirada en los sacos que se cruzaban conmigo por la calle, pero nunca vislumbré ningún movimiento sospechoso. Los hombres caminaban exhaustos con la pesada carga. Además, ¿cómo iban a aguantar los niños sin moverse ni gritar dentro de aquellos sacos igual que si fueran estatuas de sal? Yo simulaba creer lo que decían los mayores, aunque en el fondo sabía que todo era mentira. Los adultos nos amenazaban con seres abominables simplemente para que los obedeciéramos sin rechistar.

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Me susurraban al oído que el Hombre del Saco estaba en la habitación contigua. Un cuarto pequeño que siempre estaba con la luz apagada, como si los malditos monstruos buscaran refugio en la oscuridad. Pero no me daban miedo, al contrario. Yo tenía curiosidad por conocer la cara de los personajes invisibles que sólo cobraban vida en la imaginación. Me comunicaba con el Hombre del Saco, el Coco y también con el Ogro que campaba a sus anchas por toda la casa exclamando en silencio: «¡Huelo a carne fresca, huelo a carne fresca!». Ellos eran las sombras y yo les ponía voz. Al final acabaron convirtiéndose en mis mejores amigos. Me confesaban sentirse hartos y aburridos de estar siempre en boca de todos sin que jamás hubieran asustado a nadie. El Coco era quien peor lo llevaba, solían mencionarlo en las comidas y las cenas. «Como no te acabes lo que queda en el plato vendrá el coco y te comerá», decían. Al no haber modo de atemorizarme con ninguno de los inquilinos invisibles que convivían con nosotros, los mayores cambiaron de estrategia para conseguir que por fin les obedeciera. A partir de entonces me iban a castigar sin salir con los amigos los sábados por la tarde. Ahora estoy convencido de que ese castigo que me dejaba encerrado en el cuarto con los amigos imaginarios fue el culpable de que me convirtiera en un niño solitario.

La soledad me enseñó a observar. Enseguida descubrí que las personas mayores se ponían tristes y temerosas cuando las amenazaban de muerte. La muerte era el único miedo que todos los mortales sentían a lo largo de la vida porque no la controlaban. No importaba la edad, el enemigo también permanecía oculto en la oscuridad. Una sombra que acechaba en el cuarto contiguo hasta que un día abría la puerta y los metía en el saco para llevarlos a un mundo desconocido.

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