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Vivir en el Mediterráneo y ser un hombre de hielo no es tarea fácil. Cuando surgen problemas alrededor me mantengo callado, impasible y espero que vuelva la calma. No suelo hablar de lo que pienso y jamás desvelo los secretos que otros me confiesan. Los ... conocidos me cuentan sus problemas e intimidades y saben que no se lo voy a decir a nadie, nunca lo he hecho. Las personas con las que apenas mantengo relación también se desahogan conmigo. Yo escucho, asiento con la cabeza y no pierdo detalle. Los detalles son importantes y siempre se agradecen. Hasta que llega el silencio y es como si transmitiera lo que pienso sin pronunciar ninguna palabra. A veces soy tajante en la respuesta porque estoy convencido de que me ampara la razón.
Las palabras de aliento son un consuelo para quienes se sienten traicionados. El dolor es otra cosa, me refiero al dolor físico, el que no solo se cura con palabras. En ocasiones, me cito con parejas que se han separado y escucho con atención las explicaciones de ambas partes; como si fuera el juez y tuviese que dictar sentencia. En un primer momento, la mirada suplanta a las palabras; la mirada lo dice todo. Luego planteo llegar a un acuerdo que me exima del compromiso de tener que buscar culpables. Se trata de transmitir serenidad en los momentos complicados hasta que ambas partes se hayan vaciado por dentro. No deja de ser curioso que un hombre soltero tenga que resolver problemas de convivencia. Cualquier dificultad tiene solución excepto la muerte. Lo peor de todo es morir sin estar muerto.
El hombre de hielo no puede derrumbarse. Y si sucede ha de procurar que sea en la más estricta soledad. No puede descongelarse y desaparecer. Ni derretirse gota a gota hasta dejar visibles todas las fracturas. Ni mantenerse al margen y convertirse en un muñeco de nieve. Este autocontrol emocional resulta perturbador y cuesta trabajo mantenerlo. Estoy cansado de oír quejas de personas que son incapaces de prestar consuelo a los más vulnerables. La otra tarde hice una cosa muy rara. Entré en una iglesia y me confesé con un desconocido por primera vez desde que era un adolescente. No fueron pecados lo que confesé sino necesidades. Como si los deseos insatisfechos fueran los culpables de nuestros pecados. Me confesé como no lo había hecho en la vida con nadie. Al final no lloré porque no sé llorar, porque tampoco lo he hecho nunca. Alguien me tendría que enseñar y no creo que sea fácil a mi edad aprender a volcar los sentimientos. El confesor estuvo callado, escuchando. No hubo arrepentimiento, ni propósito de enmienda, ni penitencia. Éramos dos hombres de hielo frente a frente. Me confesé y algo tan simple como el silencio hizo que me sintiera libre y reconfortado.
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