Caricatura de Tovar para el periódico 'La Voz', 10 de agosto de 1922.

Así trabajaban las cocineras en 1922

Gastrohistorias ·

Llevar las riendas de la cocina de una gran casa constituía una profesión tan respetable como lucrativa y muchas mujeres se dedicaron a ella en España

Ana Vega Pérez de Arlucea

Sábado, 29 de agosto 2020, 00:21

Antes de que existieran los chefs triestrellados o de que llevar una chaquetilla blanca fuera el sueño de miles de concursantes de televisión hubo un largo, larguísimo tiempo en el que sudar a pie de fogón no tuvo ningún tipo de glamour. Ejercido de manera ... profesional, el arte culinario solía ser un trabajo duro, monótono, muy pesado físicamente y proclive tanto a los accidentes laborales como a un destino fatal fruto de la inhalación de humos. Hasta el siglo XIX fueron contadas las personas que recibieron en nuestro país algún tipo de reconocimiento por su dedicación a alimentar a los demás, y los pocos que destacaron fueron siempre hombres o bien autores de algún recetario exitoso, o bien maestros de cocina palaciega.

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Sin embargo fueron legión las mujeres que en España –y a lo largo de siglos– se consagraron a la cocina y encontraron en las ollas una oportunidad laboral. Aunque casi siempre lo habían hecho de manera anónima o sin acceso a los puestos más prestigiosos, la creciente demanda de la clase burguesa y la necesidad de un mayor número de manos para dar abasto a hoteles, cafés o residencias privadas provocó que hace unos 150 años las cocineras fueran ganando reputación. El estilo de vida de la burguesía hacía prácticamente inconcebible que en un hogar con aspiraciones la madre de familia metiera las manos en harina, de modo que mientras las clases altas se rifaban a los chefs extranjeros (franceses, italianos o suizos eran los más reputados), en cualquier cocina mediana resultaba normal la presencia y mando de una mujer o incluso de varias.

En 1922 la figura de la cocinera de carrera era habitual en las ciudades españolas. Gracias a su buena mano con los fogones muchas de esas mujeres podían pedir un sueldo respetable y ahorrar poco a poco para montar después su propio negocio, normalmente un café o una casa de comidas. El poder de algunas guisanderas llegó a ser tan fuerte que en muchos casos la dueña de la casa se las veía y deseaba para retenerlas en nómina. Con una de estas reinas de la gastronomía doméstica de altura habló el diario madrileño 'La Voz' en 1922, publicando con la firma del periodista Nilo Fabra una entrevista que titulada como «Su majestad la cocinera de casa grande, o un oficio en que se hacen muchos ahorros» apareció en portada el 10 de agosto de ese año:

«Hablemos hoy de cocina», rezaba el texto, «que una mujer experta en tan delicado oficio nos cuente sus impresiones de fogón y de la plaza. Quizá alguien suponga que en vez de dirigirme a una cocinera he debido conversar con un cocinero, por estimar muchos que los hombres dan más prestigio a tan difícil arte, pero yo entiendo la cosa de otro modo… La cocinera en Madrid tienen una personalidad de gran relieve, es mucho más simpática, más atrayente». El reportero había contactado con una antigua cocinera, maestra consumada de los sabores durante largos años y que en aquel momento vivía ya retirada del oficio, añorando «los tiempos de gloria en que sus manos confeccionaban los manjares más exquisitos». Discreta, no quiso aparece con su nombre completo sino sólo como Ramona: originaria de Molina de Aragón, residente en la calle Embajadores de Madrid, orgullosa madre de cuatro hijos y dueña de un ultramarinos. Había sido cocinera durante 18 años, aprendió los secretos de la cocina con su madre siendo pequeña y a los 21 se había plantado en la capital a la búsqueda de un empleo como cocinera de casa grande. De una a otra y adquiriendo cada vez más experiencia, en su última colocación había ganado «quince duros, lo mismito que un cocinero. Como que lo hago yo mejor que todos ellos… Y no soy yo sola, hay varias que les dan ciento y raya».

Cuando se casó a los 39 años había ahorrado cuarenta mil reales, que empleó en montar un negocio con su marido. Entre sus especialidades, los platos que la habían hecho famosa en todo el barrio de Salamanca, figuraban la paella, las patatas soufflé, los pichones rellenos y toda clase de virguerías culinarias, incluyendo 30 maneras de preparar los huevos. «Ramona tiene el orgullo de su sexo, y no puede admitir que se conceda superioridad al cocinero sobre la cocinera», apostillaba el autor. «Sin embargo, se trata de un hecho real y no cabe sino la protesta contra lo que supone una injusticia». Se ve que el señor periodista no lo veía injusto. Hace 98 años de aquello.

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