Era corredor de fondo, pero un día se detuvo, caminó otros cien, doscientos metros, y ya. En la siguiente carrera paró un poco antes y anduvo algo menos. Poco después dejó de correr. Y algo de aquel recuerdo, de ese conocimiento de un mismo anudado al temor del «abandono de la disciplina» hay en el mecanismo mental que le lleva a terminar un libro aunque sea malo o, peor aún, previsible. Porque en algunas (pocas) ocasiones, aguarda incluso una sorpresa, un hilo del que tirar para tensar el interés y el paladar lector cuando casi se abandona toda esperanza.
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Antonio Soler lo confiesa en la sala central de La Térmica mientras cae la tarde al otro lado de las ventanas abiertas para airear las sombras de la pandemia. Soler conversa con el fotógrafo y escritor Ricky Dávila de las afinidades electivas, de las filias y manías que acaban componiendo sus biografías librescas. Las obsesiones a la hora de organizar la biblioteca, ese libro forcejeado durante años, el dilema crucial de subrayar o no, de torcer la esquina de una página o dejarla intacta, como las estrías de los lomos. Entonces cuenta Soler que todo eso puede resumirse en dos tipos de amor por los libros: el amor carnal y el amor cortés. El primero manosea, pinta y juguetea con el objeto hecho carne; el segundo lo trata con tacto aséptico y formal. Él se confiesa de los segundos. Dávila también. Bueno no. Quizá sí. En realidad puede que no. Mira yo qué sé. Y suenan risas ahogadas al otro lado de las mascarillas.
Porque han venido diez o quince personas a escuchar a Soler y Dávila una tarde de otoño entre semana. Hubo otros tantos hace unos días, en la sala del Museo de Málaga donde espera la anatomía de Simonet, diseccionada por Soler con ojo clínico y pulso firme. Al salir de la Aduana ya es de noche y tres parejas debaten en la taquilla del Albéniz si meterse en la nueva de Viggo Mortensen o en otra «más alegre», tres guiris se cruzan con una bolsa de cartón del Museo Picasso en la mano, en una terraza dos barbudos se calzan sendas jarras de cerveza de calibre pornográfico mientras discuten si fueron mejores Nirvana o Red Hot Chili Peppers y dos chaveas se hacen un selfi con el Teatro Romano al fondo.
Y entonces llegan estas pequeñas resistencias en una calle tan propicia para la esperanza como Alcazabilla, donde la prisa por la hora de cierre del periódico se repite en pocos días, saliendo ahora del Cervantes donde Carlos Álvarez capitanea la versión en concierto de 'Simon Boccanegra'. Atriles separados, mascarillas en los músicos y en los cantantes y una emoción en carne viva cuando Rocío Ignacio, al fin, toca a Carlos Álvarez. Han pasado dos horas de función y es la primera vez que lo hacen sobre el escenario. Tocarse. Algo tan natural y que ahora parece tan lejano. Tocarse. Y si dicen que la pandemia es una carrera de fondo, en pocos lugares como la cultura van a encontrar corredores mejor entrenados.
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