No recuerdo de qué trataban algunos de los libros que más hondo me han calado, las películas cuyos diálogos me supe de memoria, varias canciones que repetí sin saber muy bien qué decía. Claro que puedo evocar como si lo tuviera delante el pañuelo con olor a naranja de Marusja en 'La montaña mágica', el barco varado en plena selva de 'Cien años de soledad', la lluvia interminable de 'Mi vecino Totoro' y esa pelota desmayada en cada peldaño, bajando con la parsimonia que sólo puede dar el pavor en 'Al final de la escalera'. Aún hoy, si me sometieran a una sesión de hipnosis o algo parecido y me preguntaran qué es el miedo, quizá respondería con esa imagen: aquella pelota cayendo por las escaleras. Puede que de ahí me venga el vértigo en ciertas pasarelas, aunque una terapeuta me dijo que aquellos mareos eran en realidad la somatización que había encontrado mi cuerpo ante la necesidad enfermiza de tenerlo todo controlado. Cambié de terapeuta, claro, y seguí con el vértigo, la obsesión por el control y la manía por algunas escaleras. En las del Pompidou, por ejemplo, después de cinco años todavía no he encontrado la pauta de pasos adecuada para no oscilar entre la cojera y el atleta de triple salto. Pasó de nuevo esta semana mientras contemplaba cómo iba brotando la pieza de Charro Carrera, un día después de visitar el Museo Ruso para ver, desde abajo y desde arriba de sus escaleras mecánicas, la instalación de Julio Anaya en el muro de enfrente.

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Las obras de Carrera y Anaya han servido para estrenar una nueva edición del ciclo Málaga de Festival (MaF), previo al Festival de Málaga y que a mí me recuerda a esas personas que han sido modernas y pioneras antes incluso de darse cuenta ellas mismas y quienes tenían alrededor. Al MaF le pasa algo parecido en relación a una idea ahora tan de moda que camina por el filo del abismo del lugar común: la transversalidad. Porque el MaF era transversal antes de que casi todo el mundo fuera con la palabra en la boca. Me cuesta encontrar un proyecto cultural en la ciudad de mayor capacidad integradora y diversificadora al mismo tiempo, con una programación más amplia y cuidada, con una ambición tan ajustada a su vocación exquisita y efímera.

Casi lo único que escapa a la fugacidad del MaF espera al final de las escaleras del Pompidou y del Museo Ruso. Allí quedan durante un año las intervenciones seleccionadas para cada ocasión. José Medina Galeote abría una senda en el Pompidou que luego cruzaron José Luis Puche, Mimi Ripoll y D.Darko, que el año anterior había pasado por el Museo Ruso para dar el testigo luego a Emmanuel Lafont y, ahora, a Julio Anaya.

Y así, como en aquellos libros y aquellas películas que nos marcaron, quizá dentro de un tiempo no recordemos qué vimos en el MaF, pero quedará viva la impresión de este proyecto como ejemplo y esperanza de que otra manera de hacer cultura, incluso de hacer ciudad, son posibles. Y están en esta, al final de la escalera.

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