CARLOTA HERNÁNDEZ
Viernes, 17 de febrero 2023, 16:54
Oscuridad total. Tras unos segundos en los que el sonido del agua -que funciona como un personaje más- inunda un espacio todavía por descubrir, un ... cenital permite vislumbrar una delicada figura femenina, de espalda desnuda, y envuelta en una sábana blanca, como si fuera la bañista de Valpinçon, de Ingres. Esta figura canta una nana a un bebé hasta que poco a poco, vuelve la oscuridad y desaparece, adentrando al espectador en un espacio en el que no adivinamos si es real o una ensoñación. Vuelve la luz y vemos a una escritora, interpretada por Ana Sañiz, que cada noche se encierra en su habitación tratando de dar rienda suelta a su universo creativo creando un cuento para sus hijos. Única responsable de los niños, exhausta por la maternidad y sin poder concentrarse en su escritura, decide llamar a una niñera -a la que da vida Sofía Barco- para poder dedicarse al cuento en paz, sin saber que esto sacudirá su vida y su creación literaria.
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Este juego con los elementos como el agua, o mejor dicho, el río, que atraviesa todo: historia, personajes, público, que siente ese agua fría y turbulenta; la oscuridad, en la que vive ella y cualquier artista que se enfrenta al temido «folio en blanco» y la evocación de imágenes poéticas funcionará como metáfora de todo lo que más tarde se desarrollará a lo largo de la obra y que sitúa al espectador en un punto de partida en la frontera entre vigilia y sueño muy bien resuelto que se mantiene hasta el final de la historia.
A este limbo ayuda una puesta en escena sencilla, sin artificios, consistente en dos espacios escénicos ideados por Marina Calvo y realizados por Hernán Baigorria: el escritorio de la madre, un espacio interior, cerrado, en ocasiones claustrofóbico y donde Sañiz se enfrenta a la angustia y al desasosiego de la creación literaria con su máquina de escribir, y el exterior, formado por un tendedero infinito lleno de prendas de bebé y sábanas, todo blanco, más luminoso y menos asfixiante que el escritorio y donde ambos personajes, madre y niñera, juegan, ríen, lloran, en definitiva, se muestran un poco más libres.
El texto, concebido por Iosune Onraita, quien también firma la dirección, desprende frases desoladoras y demoledoras que se clavan como una flecha en el espectador mostrando un lenguaje único, muy personal y profundamente simbólico, algo que sin embargo no termina de llevarse a la puesta en escena, que si bien plantea un comienzo plástico y evocador, con la joven de espaldas, y un final bellísimo con la niñera perdida entre las sábanas del tendedero recitando el cuento, peca en la dirección escénica de no trasladar esos símbolos tan presentes en el texto a la acción y se queda corto en la creación de imágenes, que hubieran enriquecido más una producción que tenía toda la materia prima para ser un gran espectáculo gracias a un texto potentísimo y unas actrices cuyas interpretaciones, llenas de matices, emotivas y muy naturales, evocan sobre todo verdad, sumergiéndonos en sus mundos internos durante toda la representación. Un mundo de ensueño al que regresar.
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