Carlos Zamarriego
Viernes, 21 de febrero 2025, 10:01
Invisible, maestro, maldito, renovador, antisistema, 'enfant terrible', descomunal, desconocido, valiente, insólito. Adjetivos que suelen acompañar a Miguel Romero Esteo (1930-2018), dramaturgo cordobés que vivió ... en Málaga casi toda su vida. Él mismo se definía como «inexistente incluso en Málaga» y un «hijo bastardo» del teatro español. Un lugar en el que situaría también a Alfonso Sastre, ya que ambos se empeñaron en no abandonar nunca el compromiso político y la lucha contra ese posibilismo 'buero vallejiano' que consideraban insuficiente. Fueron prohibidos por el franquismo y poco o nada estrenados según con quién se comparen, aunque nunca olvidados. De hecho, fueron reconocidos en democracia con el Premio Nacional de Literatura Dramática. Obras como 'Tartessos', 'Pontificial', `Pasodoble' o 'Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación' granjearon al teatro de Esteo una fama de original, complejo, excesivo e incluso imposible (aunque Sastre diría momentáneamente imposibilitado). Con todo, hay cierta sensación de desatención hacia su teatro, de que falta mucho por representar.
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La productora municipal, Factoría Echegaray, y la Asociación Miguel Romero Esteo han colaborado para subsanar esa suerte estrenando ayer en el Teatro Echegaray: 'De lentejas y garbanzos'. Un texto del que no se sabía nada hasta hace bien poco, cuando lo descubrió el propio director de la obra, Rafael Torán, mientras trabajaba en la catalogación del archivo del dramaturgo. Torán fue discípulo de Esteo y ya dirigió en 2011 una de sus obras, 'Manual de bricolaje', en el mismo escenario. Y dice de esta opera prima que es palinódica, ya que fue «rechazada por su autor». Sorprende (que se represente) y se comprende (que fuera rechazada), ya que lo que se vio el jueves fue un texto más cercano a 'Historia de una escalera' que a la desenfrenada creatividad de las obras de su madurez. Una obra que responde casi punto por punto al realismo social de los años 50-60 y que, en sí, no aporta gran cosa que no sea profundizar en los inicios del autor.
En una adaptación que firman hasta diez personas, la propuesta de alto riesgo es usar ese realismo en una puesta en escena posmoderna. ¿Cómo? Jugando con la intertextualidad entre diálogo y acotaciones, el acoplamiento ente lo hablado y lo cantado, la relación entre lo sagrado y lo profano del hecho teatral, las convenciones de comedia, drama y tragedia que parecen dividir los tres actos. Una de las escenas más potentes se produce cuando Angélica pretende desprenderse de su camisón negro y salir literalmente de la obra, pero es anulada por el resto de personajes. Es casi un intento de romper esa cuarta pared que resulta imposible en ese realismo tan miserable.
¿Se complementan bien lo escrito y lo escénico? No siempre. Hay verbosidad, sobreabundancia, hay demasiado de todo. Paradójicamente, el realismo de posguerra nació para acercarse y agitar a la sociedad, pero con la experimentación pierde años y gana en distancia, en extrañamiento. Y a veces se hace raro. Otras, los dispositivos apoyan bien a la narración y viceversa. El acto dos es el más logrado, el que captó más mi atención y me recordó esa máxima de Martin Crimp que dice que el diálogo es inherentemente cruel. En general hay ritmo, hay intención, hay juego, hay un elenco formado por Ana Moreno Pérez, Virginia DeMorata, Javier Viana, José Manuel Taracido y Alejandra Cid que está sobresaliente (aunque me decanto por esa suavidad en las formas de Viana). Y, sobre todo, hay ganas de recuperar a Esteo. Y quizás eso es lo más importante.
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