La muerte lleva con nosotros desde antes de que el sapiens aprendiera a enterrar a sus abuelos. Con el tiempo llegaron los cementerios y las lápidas que no solo dan fe de los fallecidos y sus hazañas, sino también de los que quedan con vida ... y «no te olvidan». Como dijo Alfredo Pérez Rubalcaba antes de su adiós, «en España enterramos muy bien» y solo hay que pasarse por nuestras necrópolis para comprobar que aquí gusta sepultar con honores y poesía. Desde luego, la muerte se presta al lenguaje grandilocuente e incluso lo tenebroso por la incertidumbre de la vida eterna, aunque en los epitafios también se encuentran frases con chispa, historias inesperadas, crónicas de sucesos y hasta finados que miran de reojo a la muerte y le guiñan a la vida. Nos vamos de viaje al más allá, sin salir de Málaga:
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Cementerio de San Miguel
La ruta la comenzamos por el histórico Cementerio de San Miguel, que alberga los panteones más nobles de la Málaga del siglo XIX y XX. Las frases lapidarias nos asaltan casi sin que demos un paso en el nicho 1, ganado a perpetuidad por el que fuera alcalde de Málaga Pedro Alcántara Corrales, que saldó cuentas con su despedida: «La deuda que los mortales contrajeron al nacer, pago dejando de ser». De dinero también se habla en el primer mausoleo que se levantó en la necrópolis en 1844 a mayor gloria del decano de los abogados Salvador Barroso con un obelisco que corona el monumento con cuatro calaveras sobre un sarcófago que reza la cita bíblica en latín del Libro de Job: «Solum mihi superest sepulchrum» (me está esperando la tumba). Todo es temor de Dios en este panteón que marcó tendencia, pero que también tiene esculpido algo más mundano: una enmienda a la leyenda de que en España sólo se fomentan las artes y descuidamos las ciencias ya que Don Salvador dejó como legado un premio anual para los estudiantes que por oposición «sobresalgan en Matemáticas y Dibujo», con una asignación de 3.000 reales para cada uno. Y las cuentas dieron para más de cuatro décadas de becados.
Con honor sencillo pero contundente en mármol negro está enterrada la poeta norteamericana Jane Bowles, que falleció en Málaga y durante décadas reposó bajo una cruz de madera y sin nombre hasta que la rescató del olvido una película. Concretamente, 'El cielo protector' (1990), la cinta de Bertolucci que llevó a la pantalla el libro homónimo inspirado en la difícil relación de la escritora y Paul Bowles. El Ayuntamiento de Málaga le dio un espacio más digno en San Miguel y pagó la lápida que en una de las esquinas tiene esculpido el nombre con el que Truman Capote llamaba a su amiga: «Cabeza de gardenia».
Otra historia triste es la de la «señorita» María Victoria Serrano Zambrana, cuya familia resumió en su lápida una vida truncada: a los 26 años ya era profesora, pero falleció en accidente de tráfico en Montejaque en 1966. Una tragedia que saltó a la crónica de sucesos y tuvo mucha repercusión –fue primera página de SUR–, ya que estuvo protagonizada por un autobús escolar de excursión a la Cueva de la Pileta que se salió de la carretera y cayó por un precipicio de unos 50 metros. Además de María Victoria, fallecieron otro profesor y sacerdote, el conductor del vehículo y cuatro alumnos.
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Frente a esta modesta lápida se encuentra todo lo contrario. Un imponente mausoleo aledaño a la propia Iglesia de San Miguel que rivaliza en lo arquitectónico con el panteón de Larios. El epitafio es muy breve, pero tan solemne como el monumental templete neoclásico que lo alberga: «Exmo. Sr. Don Manuel Agustín Heredia. Senador del Reino». Y es que esto de llevarse los cargos a la otra vida es una tentación a los que pocos pueden resistirse, convirtiendo las lápidas en una suerte de Linkedln como si buscaran trabajo nada más ganarse el billete a la barca de Caronte. Una lista de cargos y hazañas esculpidas en piedra con ejemplos de todo tipo. Hasta encontramos algún precursor del 'Hacienda somos todos' en los años 60, como Manuel Carrasco Guerrero que, a sus 90 años, quiso destacar su fidelidad al fisco: «Profesor mercantil al servicio de Hacienda».
Cementerio Inglés
Será por la cercanía del mar, pero el aire que se respira nada más subir la cuesta del Cementerio Inglés es diferente. Con tumbas tan antiguas como el de San Miguel, aquí no solo predominan los apellidos anglosajones, sino también el carácter. Y una distinta relación con la muerte. Por supuesto, no faltan las citas bíblicas y religiosas, pero los epitafios dan muchas veces mensajes vitalisas y cuentan historias de amor. La pareja más famosa son los escritores Gamel Woolsey y Gerald Brenan, que después de que el último estuviera dando tumbos en la 'piscina' de formol de la Facultad de Medicina para las prácticas de los alumnos –por deseo del escritor– fue finalmente enterrado junto a su mujer. Toda una vida juntos. Y una muerte. La lápida de Don Geraldo dice escuetamente «escritor inglés, amigo de España», mientras que la de Gamel reza la frase de Shakespeare que Brenan eligió para ella: «Fear no more the heat o' the sun» (No temas más el calor del sol).
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Para un 'Sálvame de luxe' daría la historia de otros enamorados de ese mismo bancal. En su pista nos pone Cristina Rosón, patrona de la Fundación del Cementerio Inglés, al hablarnos del político George William Grice-Hutchinson que cambió los acalorados discursos en Westminster por el clima de Málaga. Su secretaria, Alice Mary Cecchi, 25 años menor que él, fue su mano derecha –e izquierda–hasta tal punto que, cuando ella falleció, le puso un sentido epitafio que decía: «Compañera y secretaria durante 38 años». Es decir, ella tenía 15 años cuando empezó a trabajar con George que, por si no quedaba claro que lo suyo fue algo más que trabajo, ordenó ser enterrado en la misma parcela que ella. Juntos 'forever'.
La que quiso enterrarse sin compañía fue una canadiense que, a sus 70 años, se ríe de su vida y de sus amores por los restos. En una lápida con cerámica andaluza y una placa metálica, cuenta su historial y su mal de amores a tumba abierta: «Aquí yace Stephanie Hespeler. Luego Boultbee, luego Freeze, luego Benn. Tantos hombres, nunca El Hombre… ¡Arg-h, hombres!». Se murió sin conocer a su pareja ideal, pero se puso el mundo por montera con esa exclamación final que en inglés, «¡Arg-h, men!», tiene un doble sentido de queja por sus maridos fallidos, pero también de 'Amén'. No obstante, habría que escuchar a Doña Stephanie cuando hubiera visto que sus restos están a los pies de los más de cuarenta marineros que fallecieron en el naufragio de la 'Gneissenau'. Probablemente soltaría otro ¡Arg-h, hombres!».
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Algo de humor también tuvo James John McAuely y su familia. Fallecido con solo 29 años, su nombre está escoltado por los logos de dos Transformers con los que este joven tuvo que pasar tan buenos ratos que se los llevó puestos en la lápida. También algunos convierten su sepultura en un 'whatsapp', como Barbara Francés Champan, fallecida hace una dédada y que se despide de la familia con el emoji de la cara con sonrisa. Una complicidad que también despierta Beatrice E. Brimble con su mensaje «Gatos y libros han sido mis mejores amigos», acompañado de los nombres de sus mininos, Antonio y Mary, y la silueta de un lindo gatito en una lápida con forma de volumen.
La poesía póstuma está en la pequeña sepultura de Violette, la bebé de un mes que reposa junto a una despedida de sus padres tan dolorosa como bella: «Ce que vivent les violettes» (lo que viven las violetas). Algo de poético también tiene la lápida de Obdulio Alcaide, el único que ha podido poner en su tumba que «nació» en esta misma necrópolis. Un principio y fin que recuerda que Obdulio era el hijo del enterrador Antonio Alcaide y vino al mundo en 1934, cuando todavía las mujeres daban a luz en casa. O en el cementerio, si era el caso. Y para terminar un enigma con un poeta como protagonista. Poco antes de morir, Jorge Guillén dijo que quería que su epitafio rezara: «Aquí yace un enamorado de la vida». No obstante, su lápida de mármol rosa, que fue cambiada para incluir a su esposa, Irene Mochi-Sismondi, tras su fallecimiento en 2004, no reproduce su vitalista frase póstuma.
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Cementerio de San Juan
Viajando al este, un poeta también nos da la bienvenida al Cementerio de San Juan de El Palo. En sus diarios, José María Souviron dejó por escrito que quería ser enterrado («en tierra, no en un nicho») e dejaba claro que no lo llevaran al camposanto de San Rafael porque le parecía «cursi y descuidado». Por contra prefería el coqueto Cementerio Inglés, más literario y romántico, pero no pudo ser. La familia acabó cumpliendo a medias aquella última voluntad instalándolo cerca del mar en San Juan. Su lápida blanca reproduce el epitafio que el escritor dejó a los que le visiten: «Vivió toda su vida. Amó todo su amor. Murió toda su muerte». Vamos, una vida bien aprovechada.
Un paso por este mundo que también exprimió Jesús López Santos, el recordado tabernero de El Pimpi Florida que se llevó a su fin del mundo esa frase atribuida a Chaplin que era el santo y seña de su local: «Un día sin reír es un día perdido». Escrito en grandes letras de plata sobre la negra lápida es imposible no fijarse e irse de allí sin morirse de (son)risa.
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