![El Día de la Luna](https://s3.ppllstatics.com/diariosur/www/multimedia/202204/10/media/cortadas/cruce9-kgLH-U1601610771672q8E-1248x770@Diario%20Sur.jpg)
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El sábado pasado comenzó la celebración del Ramadán. Una noche mágica de agosto de 1980 vi aparecer la uña blanca de la luna en el cielo de Granada y al día siguiente viajé por primera vez a Marruecos. No soy religioso, pero aquel mes guardé ... ayuno desde el amanecer a la puesta de sol. También tuve una experiencia milagrosa cuando una madrugada se apareció la Virgen en la habitación del Hotel Tazi donde me encontraba alojado en Marrakech. Me aconsejó cambiar de vida y luego se alejó despacio, flotando en el aire, sin darme la espalda. Lo conté a mi familia y amigos nada más regresar a Málaga; pero no se lo creyó nadie. Dejé el hotel, me instalé en casa de Asís y guardé el ayuno todo el mes. A lo largo del día mantuve largas conversaciones sobre lo divino y lo humano con Asís, Fátima, Lina, y un forofo del fútbol que rebauticé con el nombre de Kubala. Al llegar la noche, reponíamos fuerzas y después acudíamos a la Plaza de Yamaa el Fna para contemplar el arte de la vida.
Desde entonces celebro el Ramadán a lo largo de todo el año excepto cuando se presenta algún compromiso y tengo que asistir a un almuerzo. Al caer la tarde, me tomo la revancha y no sigo ninguna de las recomendaciones que aconseja el endocrino. En ocasiones, no me queda otro remedio que infringir la norma y romper el ayuno a plena luz del día. Me cuesta trabajo hacerlo, pero tampoco quiero llamar la atención. Luego me siento incómodo, como si la comida me hubiera dejado sin fuerza ni ganas de hacer nada. Una pesadez recorre el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Sin duda es la condena por haber atentado contra los propios hábitos y creencias. Cuando esto sucede, el final del día llega a las cinco de la tarde y el resto es tiempo muerto.
Mi habitual horario de comida repercute favorablemente en la vida cotidiana. Aprovecho la hora del almuerzo para ir a comprar al supermercado que se queda sin clientela porque todo el mundo está comiendo. En ese periodo de tiempo, el mero hecho de pensar en comer hace que me sienta lleno. Quien me vea caminar solo y lánguido entre las dos y las cuatro de la tarde probablemente piense que soy un pobre desgraciado que ha perdido el apetito. Por supuesto, nadie imagina que hasta el ocaso estoy sumido en un secreto y excitante compás de espera. Cuando a esas horas peligrosas del mediodía coincido por la calle con algún conocido que me invita a tomar algo, respondo con una sonrisa de satisfacción y miento que ya he comido. Una mentira piadosa, una de esas faltas leves que se cometen para no tener que dar explicaciones. Que el cielo lo juzgue.
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