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El día que Julio Verne vio torear a Lagartijo en La Malagueta

El día que Julio Verne vio torear a Lagartijo en La Malagueta

Repasamos las nueve horas, hasta ahora desconocidas, en las que el novelista francés se paseó como un turista más por la Málaga de 1878

Carlos Zamarriego

Domingo, 15 de septiembre 2024, 00:37

Este viaje extraordinario comienza en la web de la Biblioteca Nacional de Francia. Entre los más de cinco millones de documentos accesibles en su catálogo digital hay un cuaderno de bitácora, escrito a lápiz, de un barco que salió de Nantes en 1878 con rumbo al Mediterráneo. El nombre del archivo: 'Carnet de bord du Saint-Michel III'. Pasadas treinta páginas de una caligrafía firme, un nuevo párrafo comienza con una palabra que resulta bien legible: Málaga.

Nada de esto tendría valor si el dueño de ese barco, de ese cuaderno y de ese lápiz no fuera Julio Verne, el visionario escritor francés de novelas de aventuras. El archivo forma parte de la colección de Piero Gondolo della Riva, noble italiano y el mayor experto verniano a nivel mundial, ya que ha dedicado su vida a coleccionar miles de libros, cartas y objetos relacionados con el autor, sus editores y su familia. El conde della Riva compró varios diarios de viajes al tataranieto de Verne. Luego los vendió al Museo Jules Verne de Amiens, ciudad donde vivió y murió el escritor. Hasta marzo de 2022 no fueron accesibles, en su versión digitalizada, por Internet.

Diario de viaje de Julio Verne. Bibliothèques d'Amiens Métropole

Confirma este rastro Ariel Pérez Rodríguez, presidente de la Sociedad Hispánica Jules Verne, que aglutina a doscientos cincuenta miembros de veintidós países. «La venta al museo de Amiens, por millones de francos, de una cantidad enorme de manuscritos, fue a finales de los ochenta. La Sociedad Hispánica solicitó en 2019 la autorización para publicar los diarios de viaje que forman parte del conjunto y le fue otorgada. Algunos años después el Museo de Amiens los puso en línea». Pérez Rodríguez es cubano, pero reside en Canadá, así que la comunicación es a través de WhatsApp, un sistema que Verne intuyó en 'París en el siglo XX', obra que escribió en 1863 y que no se publicó hasta 1994 gracias, de nuevo, a Gondolo della Riva.

Julio Verne fue un febril escritor con más de sesenta novelas bajo el epígrafe de 'Viajes extraordinarios'. Se le considera el padre de la ciencia ficción, ya que en sus obras hay siempre hipótesis científicas o avances tecnológicos que, en algún caso, se cumplieron mucho más tarde. «Verne es uno de los escritores más influyentes de la literatura mundial por su capacidad para describir su época, su entorno y adelantarse en el tiempo con la descripción de artefactos», asegura Pérez Rodríguez, que recalca, como clave de su éxito, que sus aventuras «fascinaban a lectores de todas las edades». También le permitió amasar una considerable fortuna. «A pesar de su riqueza, era conocido por ser bastante frugal y llevaba una vida relativamente sencilla, utilizando gran parte de sus ingresos para financiar sus viajes y su pasión por la navegación», asegura el experto verniano.

El Saint Michell III

Esa pasión le llevó a viajar casi tanto como su capitán Nemo. En 1877 compró su tercer barco, el Saint Michel III, por cincuenta y cinco mil francos. Era un yate a vapor y velas de treinta y ocho toneladas, treinta y un metros de eslora y casi tres metros de calado. Para salir a la mar, requería de una tripulación de nueve personas a las órdenes de un oficial de marina. Su hermano Paul, también escritor y compañero de viajes, lo describió, en su relato 'De Rotterdam a Copenhague' como un yate de alta arboladura inclinada, casco negro con una banda clara en su línea de flotación y elegantes contornos desde el coronamiento hasta la roda. Su interior era aún más lujoso, en palabras de Paul Verne, «de un salón vestido de caoba, cuyos divanes pueden convertirse en lechos, se pasa al dormitorio, amueblado con dos camas, tocadores, armario y mesa de despacho de encina blanca».

El Saint Michel III atracado en Trentemoult (Nantes).

Fue en mayo de 1878 cuando el Saint Michel III afrontó su primer gran viaje. A sus cincuenta años, el autor de 'Cinco semanas en globo' planeaba atravesar el Estrecho haciendo antes una primera parada en Lisboa. A bordo, acompañaban al escritor cuatro pasajeros: su hermano Paul, su sobrino Maurice, el diputado Raoul Duval y el hijo de su editor, Louis-Jules Hetzel. Un fuerte temporal les obligó a hacer una parada de cuatro días, del 1 al 4 de junio, en la ría de Vigo, precisamente donde, diez años antes, ambientó un capítulo de 'Veinte mil leguas de viaje submarino'. En Vigo presenció las Fiestas por la Reconquista y la procesión del Cristo de la Victoria, fue recibido por el gobernador y disfrutó de la fama que le precedía asistiendo a bailes y tertulias. Hoy en día se recuerda esa visita con un monumento homenaje. Tras Lisboa, el yate hace escala en Cádiz del 8 al 11 de junio, para proseguir haciendo paradas en Tánger y Gibraltar. Durante el viaje, Verne no deja de escribir, está inmerso en dos nuevas novelas: 'Héctor Servadac' y 'Un capitán de quince años'.

A las dos de la madrugada del 16 de junio de 1878, el Saint Michel III sale de Gibraltar con destino a Málaga, donde dará una vuelta por la ciudad que no durará ochenta días sino escasamente nueve horas. De ese encuentro histórico sólo sabemos lo que hay en ese diario, las ciento treinta y tres palabras en francés que Verne, al final de ese día, escribió para la eternidad. Analizamos la transcripción de la letra manuscrita de Verne realizada por Philippe Valetoux para la Sociedad Hispánica.

La llegada

«Salida hacia Málaga para el correo». Es la primera referencia a Málaga. Verne, durante el viaje, se mantuvo en contacto con sus diversos proyectos literarios. Por ejemplo, se conserva una carta del 28 de junio mandada desde Argel al dramaturgo Adolphe d'Ennery a propósito de las adaptaciones teatrales que estaba haciendo de sus novelas 'Los hijos del capitán Grant' y 'La vuelta al mundo en 80 días'. Es probable que la escala en Málaga tuviera como propósito mandar o recoger correo.

Inmediatamente después, anota: «Pueblos en las montañas. Vista de Málaga». Entre Gibraltar y Málaga hay cincuenta y seis millas náuticas. Verne y sus invitados tuvieron una vista privilegiada de lo que hoy llamamos la Costa del Sol. Quizás esos pueblos que viera Verne con la primera luz de la mañana fueran Mijas y Benalmádena. El Saint Michel III navegaba, «con buena brisa», a una velocidad de siete a ocho nudos, según Paul Verne, e incluso llegaba a los diez funcionando a vela y vapor, así que al menos tardaría entre seis y siete horas en completar su recorrido. Debieron divisar Málaga entre las ocho y las nueve, pero en 1878 no había una hora unificada en toda España. Según el periódico 'El avisador malagueño', aquel día el sol salió en Málaga a las 4:40 y se puso a las 19:21. «Los relojes deben marcar hoy el mediodía verdadero a las doce». Sobre su llegada a Málaga, escribió «Nos quedamos en la rada. Desembarco a las 11 horas».

En el siglo XIX el puerto de Málaga llegó a mover el diez por ciento de la actividad económica del país, pero en 1878 comenzaría su decadencia debido a un imprevisto brote de filoxera que iba a provocar el hundimiento de la economía basada en la vid. «Era puerto en trasformación», cuenta Víctor Heredia, historiador de la Universidad de Málaga, «se había aprobado un plan para un nuevo puerto, pero aún no se ha puesto en marcha. Apenas había muelles, había muy poco calado. Los barcos llegaban hacia la rada, se quedaban en el centro del puerto y la carga y descarga se realizaba a través de barcazas. No existían unos muelles adecuados a los barcos de mayor tamaño que ya estaban dominando la navegación».

Puerto de Málaga en 1866.

La primera visión de la ciudad que tuvo Julio Verne distó mucho de la que tienen los turistas que llegan ahora en crucero. «Se encontró un puerto tradicional», reitera Heredia, aunque eso tenía también la ventaja de que «la conexión entre el puerto y la ciudad era mucho más estrecha, ya que el mar llegaba casi al mismo centro. La carga y descarga se realizaba a pie de calle al lado de los edificios». ¿Y qué le llamaría más la atención a Verne, asomado desde su yate? «La catedral estaba muy cerca del agua, a unos 40 metros de distancia. Era una mole que dominaba todas las perspectivas», asegura el historiador. Otra imagen que pudo atraer su curiosidad más científica fueron las enormes chimeneas de las fábricas del litoral este de la ciudad, ya que, según Heredia, los que llegaban a Andalucía esperando encontrarse con una imagen romántica les chocaba que una parte de la ciudad «se pareciera más a la Inglaterra industrial».

Paseando por Málaga

«Misa en la catedral», señaló escuetamente Verne sobre sus primeros instantes en la ciudad. Aquel día era domingo. «Verne no era particularmente conocido por su devoción religiosa», afirma Pérez Rodríguez. En su opinión, «su asistencia a la misa en Málaga podría haber sido más una cuestión de costumbre o respeto por las tradiciones locales que una señal de profunda religiosidad». Heredia explica que Verne participaría «en una misa mayor, en latín, a cargo del obispo o de algún canónigo importante». Sin embargo, no parece que le impresionara este referente de la arquitectura renacentista. Inmediatamente después escribe «La novela ilustrada», igual porque vio alguna edición en español de sus novelas. Y por fin, las primeras apreciaciones a pie de calle: «Poca gente. El gran café. Las calles estrechas».

En día de descanso y pleno verano, no parece raro que la ciudad estuviese desierta y que Verne buscara dónde almorzar al refugio del calor. Se adentraría por esas calles demasiado angostas del centro de Málaga con la misma curiosidad que impulsaría al profesor Lidenbrock a bajar al centro de la Tierra. No sabemos si por azar o por recomendación llegaría a la calle Granada. Allí, esquina con la calle Méndez Núñez, se situaba el Café Universal, para los locales conocido también como Café de Campos, que él tradujo como «le grand café». Inaugurado en 1872 por el empresario Antonio Campos Garín, era un establecimiento elegante, «con techos decorados por el pintor Bernardo Ferrándiz» donde se podía comer a cualquier hora del día, así como saborear los mejores vinos y licores, cuenta Heredia. Un lugar donde Verne se sentiría en su salsa, ya que había salones privados para tertulias a las que acudían desde literatos a políticos, «era un lugar de encuentro y debate donde lo mismo se planteaban cosas muy serias que se hacían bromas que tenían reflejo en las revistas satíricas», destaca Heredia.

Los toros

«A las 2 horas a la corrida». Las siguientes palabras, casi el grueso de lo que apuntó Verne en su diario, se refieren a la corrida de toros a la que acudió en La Malagueta, un coso inaugurado apenas dos años antes. El escritor se entretuvo en memorizar el ambiente: «El gentío, los gritos, la mujer que vende agua y avellanas», recordó en su cuaderno. Según el suplemento madrileño 'El Toreo', que el 29 de julio de ese año, en su número 141, publicó una crónica de esta corrida remitida por su corresponsal en Málaga, «a las cuatro en punto de la tarde presentose (sic) en su palco el señor presidente, y después de saludar al público hizo la señal, presentándose dos alguaciles a caballo para hacer el despejo (seguramente del calor que se sentía) volviendo después por las cuadrillas, a cuyo frente marchaban los simpáticos espadas Rafael Molina Lagartijo y Ángel Pastor». Verne resumió esta liturgia así, intentando escribir algunos términos taurinos directamente en español: «A las 4, la corrida. La cuadrilla, 6 toros, 2 espadas, los capeadores, los picadores, los banderilleros, los espadachines». Cierto es que estaban anunciados seis toros, pero al final fueron siete, tal y como rezó un aviso publicado por el empresario antes de la corrida, «en atención al pequeño desperfecto adquirido durante el viaje de dos de los toros que han de lidiarse hoy».

De forma totalmente casual, Julio Verne presenció en Málaga una faena histórica. Por un lado, la destreza del matador de toros cordobés Rafael Molina, apodado 'Lagartijo' por su corta estatura. Era por aquel entonces un torero muy popular y con el tiempo se convirtió en uno de los padres de la tauromaquia moderna. Fue nombrado el primer Gran Califa. Por el otro, la fuerza de uno de los toros más bravos de la historia de la lidia: Cachucho, de la ganadería del Duque de Veraguas. «Negro lombardo, bizco del derecho, bravo, duro y de poder», dijo el corresponsal de 'El Toreo'. Las crónicas dicen que salió el último, aguantó diecisiete varas, derribó nueves veces, mató ocho caballos, y mandó a un banderillero a la enfermería con la clavícula izquierda fracturada. Cómo tenía que ser el animal, que Lagartijo pidió que fuera un banderillero el que lo matara. «No habiéndolo permitido la autoridad», dejó escrito el cronista, «marchó a extenderle el pasaporte dándole cinco naturales, cinco con la derecha, uno de pecho, dos por alto, tres medio pases, y varios trasteos de dos pinchazos en hueso, un intento de estocada, un mete y saca bajo y contrario, una a volapié, otra corta dando tablas, concluyéndolo en un volapié bueno algo delantero».

¿Cómo vivió Julio Verne este combate sin cuartel entre Lagartijo y Cachucho? Dejó escrito: «Caballos muertos en la arena. Picadores heridos. Un toro en la arena circular. Ningún peligro para las espadas de capa roja. Entusiasmo del público: se lanzan cigarros, abanicos, sombreros. Alrededor de 20 a 30 mil personas. Terminó a las 6 h. ½». Su apreciación sobre el número de espectadores es muy exagerada. La Malagueta tenía entonces capacidad para catorce mil aficionados, y según la crónica, el aviso de que había dos toros en mal estado tuvo como consecuencia que «el público empezó a formar mal juicio del resultado de la corrida, pagándole al empresario con una deserción competa del circo taurino, que presentaba un mal aspecto por la falta de concurrencia».

Tras la evocación de lo vivido, Verne escribe «Regreso a bordo, zarpamos a las 8 horas». Su próximo destino: Tetuán.

Sus últimas palabras

Imaginen a Julio Verne en su camarote del Saint Michel III la noche del 16 de junio de 1878. Posiblemente está sentado, volcado hacia un pequeño escritorio donde, iluminado por una lámpara de gas, acaba de resumir, en su cuaderno de viajes, las nueve horas que ha pasado en Málaga con un puñado de palabras. Se atusa la barba. No tiene más que decir. Otro puerto le espera. Otro lugar del que coger apuntes para alguna de sus novelas. Se asoma un momento por algún ojo de buey para contemplar por última vez la bahía de Málaga. La noche ha dejado paso a una hermosa luna llena y la vigilante Farola ya derrama sus destellos entre las plácidas olas. Seguramente, Verne se sorprende admirando la misteriosa silueta de los montes que parecen abrazar a esa extraña ciudad de calles estrechas y catedral amputada. Vuelve al escritorio y añade: «Lune magnifique». Quizás tan magnífica como para volver a imaginar cómo sería viajar hasta allí desde la Tierra. Pero Verne aún no está conforme con el final. Necesita recordar el nombre de ese tipo de escasa estatura que, como Ned Land cuando vio los brazos del calamar gigante que engullía el Nautilus, salió sin miedo para enfrentarse a los pitones de Cachucho. ¿Cómo era su apodo?

Y Verne añadió una palabra más en su cuaderno: «Lagartijo».

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