Richard Burton y Elizabeth Taylor en una escena de la película 'Cleopatra'.

Del decreto vagabundo al vagabundo erótico: Ley de Vagos y Maleantes y Richard Burton

Albas y ocasos ·

Tal día como hoy nacía la Ley de Vagos y Maleantes, que no sancionaba delitos cometidos sino infracciones susceptibles de acontecer, y moría Richard Burton, quien junto a Liz Taylor fue condenado por el Papa como «vagabundo erótico»

maría teresa lezcano

Domingo, 5 de agosto 2018, 01:00

Tal día como hoy nacía la Ley de Vagos y Maleantes, que no sancionaba delitos cometidos sino infracciones susceptibles de acontecer, y moría Richard Burton, quien junto a Liz Taylor fue condenado por el Papa como «vagabundo erótico».

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Ley de vagos y maleantes. Del 5-8-1933 al 7-9-1995

Cinco de agosto de 1933. Nace, en ... Madrid y en calidad de ley de orden penal generada por las Cortes de la II República, una regulación legislativa que no sancionaba delitos cometidos sino infracciones susceptibles de acontecer, y cuyos destinatarios eran inicialmente vagabundos, nómadas y proxenetas; grupo en el que la dictadura generalísima no tardó en incluir a los homosexuales porque a Francisco Franco le salió de los bahamondes. Conocida con el entrañable apelativo de La Gandula, la infausta ley categorizaba las «conductas antisociales» persiguiendo a quienes consideraba «sujetos de dudosa moral», es decir los sospechosos habituales de no delinquir ni dejar de hacerlo, englobando tal vaguedad, que no vagancia, también a los desempleados que, además de no tener donde caerse muertos, eran internados junto a sus colegas conjeturalmente maleantes y fácticamente disidentes políticos, homosexuales por manifiesta inmoralidad, y actores y otros cómicos por amoralidad pura y dura, en unos campos de concentración habilitados para proteger a la sociedad de tan peligrosa y contaminante influencia. Los citados centros vacacionales iban de Burgos al Puerto de Santa María, pasando por Alcalá de Henares y hasta, bifurcando hacia el sureste, a la isla ecuatorialmente guineana de Annobón, donde entretenían a los inquilinos con trabajos forzosos para que olvidaran o, en cualquier caso, expiaran, sus múltiples pecados. Tan inspirado e inspirador decreto fue derogado y sustituido en 1970 por la ley de peligrosidad y rehabilitación social, que cambiaba los campos de concentración por cárceles y, en el caso de los depravados traidores de género (como catalogan en el magnífico «Cuento de la Criada», de Margaret Atwood, a los gais y a las lesbianas), a un manicomio donde tratar a electrochoque limpio tan vergonzantes inclinaciones. No sería hasta 1995 cuando la simpática ley fue definitivamente enviada a tomar viento vago. Buen viaje.

Richard Burton. Del 10-11-1925 al 5-8-1984

Cincuenta y un años después del nacimiento madrileño de la Ley de Vagos y Maleantes, moría en la ciudad suiza de Céligny Richard Burton, actor británico nominado siete veces a los Premios Oscar y siete veces obviado a favor de otro candidato con más predicamento o más estrella. Originario de una aldea galesa, Richard Walter Jenkins le tomó prestado a su profesor favorito el apellido Burton para seudonimizarse en la escena teatral londinense, de la que saltó al cine de Hollywood en cuyas caracterizaciones de igual manera te interpretaba a un tribuno romano que al rey macedonio Alejandro Magno o al triunviro Marco Antonio, cuya sublimada relación con la cleopatresca Elizabeth Taylor innovaría el concepto de «celebridad», ya que antes de Liz y Richard las stars de la meca del cine eran iconos etéreos cuya vida privada era convenientemente protegida o mitificada, según las circunstancias, por los poderosos tentáculos de la industria cinematográfica. Sin embargo, el feroz exhibicionismo con el que Burton y Taylor expusieron su amor convirtió el escándalo en una bomba mediática imposible de ser desactivada ya que, cuando se fugaron a Italia, ambos estaban casados y no precisamente entre ellos, y el papa himself los condenó a ambos como «vagabundos eróticos», mientras la opinión pública se inyectaba en vena tabloide el vagabundeo erótico de la pareja y gozaba casi orgásmicamente con los orgasmos diferidos de Richard y Liz. A continuación llegaría la voracidad de ella hacia las joyas, que él satisfacía enterrando a su Cleopatra en pirámides de piedras preciosas – incluyendo un Cartier de casi setenta quilates que era el pedrusco más caro del mundo y no tardó en ser conocido como el diamante Taylor-Burton – , y la voracidad de él hacia hacia toda suerte de bebidas espirituosas, que ambos atesoraban en su casa de Puerto Vallarta. Tras diez años de lujuria alternada con salvajes peleas que a su vez eran el preludio a una nueva fase pasional, la pareja decidió separarse y, mientras discutían con sus abogados las cláusulas del divorcio, se volvieron a imantar mutuamente y se recasaron en Bostwana; unión que esta vez sólo duraría siete semanas aunque, eso sí, con sendos diamantes como obsequio burtonesco y sendas cajas de vodka en calidad de tayloriana gratificación. Ocho años después de su separación definitiva y tres días antes de su muerte, Richard le escribió a Liz una carta diciéndole que quería volver a casa, aunque ella ya la recibió después de que el etanol que fluía por las arterias de su Marco Antonio lo derramara cerebralmente, y conservó la misiva en su mesita de noche hasta su propia muerte, veintisiete años más tarde. «Si te excitas hasta jugando al Scrabble, es que es amor», aseguraría Taylor cuando los vagones de su montaña rusa con Burton se hallaban en plena subida. The end.

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