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He aprovechado una visita a Tenerife para tratar de sumergirme en el periodismo gonzo, ese que se inunda de las circunstancias de las que pretende informar, y redactar este artículo debajo de una de las pocas esculturas franquistas que quedan en España. Había una en ... Melilla que fue retirada; alguna más habrá. La de Santa Cruz luce venida a menos, ardiendo bajo el sol, sin mantenimiento. A ojos ajenos, parece que no es más que una fuente seca. Debajo de ella, cuando uno sabe lo que es, impone lejanamente. No es una sensación bonita. Tiene manchas de pintura roja de algún alborotador y cuando estoy debajo de ella –ahora mismo– compruebo que nadie le hace ningún caso. No es un desprecio voluntario, no es nada elegido: nace de la más simple indiferencia, como ese látigo silencioso que azota bien a la maldad sin ni siquiera proponérselo.
De la escultura tinerfeña que ahora mismo está encima de mí, se discute si es un retrato fiel o una alegoría. Aparece un señor con una cruz sobre un ángel enorme que está volando. Se supone que es la conmemoración de Franco en el Dragon Rapide para dar el golpe de estado en julio del 36. Podría ser. Si ese tipo es Franco, todavía tenía pelo. La inauguración de la escultura fue celebrada por una supuesta multitud en 1966 y salió en el Nodo como un acontecimiento nacional de primer orden. A la escultura le queda poco porque casi todo el mundo parece estar de acuerdo en aplicar la ley. Hace poco, valoraron la escultura en 45 millones de euros. El precio de las cosas las pone siempre el último comprador. ¿Alguien querría tener esto en su jardín?
He venido a despedirme de este vestigio y me ha entrado miedo y melancolía. Conservar esculturas de este tipo parece impresentable si nos comparamos con otras democracias. Nací en los ochenta, imagino que toda mi infancia estuvo rodeada de símbolos franquistas. En su última época, durante el invierno, mis abuelos vivían en la calle General Mola, que yo no sabía quién era y por eso no me afectaba (volvemos al concepto de la ignorancia como una de las más espléndidas bellas artes). La calle de mis abuelos ahora se llama calle O'Donnell en honor a Leopoldo O'Donnell, el militar liberal español de origen irlandés del siglo XIX, acaso una bellísima persona. Se ha cumplido la ley de memoria histórica, y me parece muy bien. Llega un día en el que descubres quién era la persona que da nombre a la calle en la que vives. Cuántos lectores habrá ganado Goethe por su calle en Teatinos.
En Málaga, como es natural, también conviven un montón de cosas de franquistas. Hay recuerdos en los portales de algunos pisos, en los títulos que se les ha dado a algunos barrios y hasta en el edificio de un museo de arte contemporáneo, el antiguo mercado de mayoristas, tapado con conveniencia. La ley dice que estos símbolos hay que cargárselos, luego está el paradigma de la protección. Yo creo que existiría la posibilidad de que se convirtieran en otra cosa, provocar alguna virguería artística que no se nos fuera de las manos. Algo de performance o videoinstalación. Esta escultura a la que le queda poco tiene varios nombres y uno de ellos es 'Monumento al ángel caído', evadiendo la noción franquista pero también la que dice que el ángel caído es el mismo demonio. La semana pasada, los Rolling Stones estuvieron en Madrid, y Mick Jagger se hizo una foto en el Prado que abrieron para una visita privada y otra bajo la escultura del Retiro que se supone que está dedicada al mismo demonio, inspirada en unos versos de Milton: «Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás».
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