Gomá, en una imagen de archivo. Virginia Carrasco

Gomá: «Hacer prevalecer de forma definitiva la salud sobre la economía podría dejarnos sin salud ni economía»

El filósofo revela que ha pasado el coronavirus y advierte de la necesidad de proteger la dignidad personal: «Es el único principio común»

Domingo, 17 de mayo 2020, 01:05

Ha pasado el confinamiento trabajando, recluido durante días en una habitación tras detectarse síntomas del coronavirus: «Hasta me traían la comida en una bandeja, como si fuera un preso». Ahora Javier Gomá, ya recuperado, aprovecha para pasar más tiempo con su familia numerosa mientras reflexiona sobre la pandemia. El filósofo bilbaíno, director de la Fundación Juan March y Premio Nacional de Ensayo, recuerda que muchos de los progresos de la humanidad se han producido tras catástrofes y advierte de la necesidad de proteger la dignidad personal, uno de los asuntos más recurrentes de su obra.

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–¿Cómo se encuentra?

–Ahora bien, pero he pasado de todo. No ha sido un buen encierro.

–¿Qué le ha ocurrido?

–Cuando se acordó el estado de alarma estaba con fiebre. Aunque nunca llegué a ir al hospital, tuve el virus. Me hicieron el test hace unos días. Y he arrastrado algunas secuelas: alteraciones graves de la tensión, un rebrote de fiebre... Ha sido un confinamiento fecundo, porque he hecho muchas cosas, pero no he gozado de buena salud.

–¿Tuvo miedo?

–En los primeros días había una angustia ambiental. Aumentaba sin parar el número de muertos hasta ese 2 de abril que no se me olvidará, con más de novecientos fallecidos. Mi preocupación era no tener más de 38 de fiebre.

–Me produce curiosidad cómo gestionan, quienes se dedican al pensamiento, el momento en que los temas sobre los que reflexionan, en este caso la enfermedad, dejan de ser un concepto para convertirse en algo tangible, sufrible. ¿Cómo ha adecuado la teoría a la práctica?

–Casi literalmente cuento eso en un monólogo dramático, 'Inconsolable'. Yo había escrito mucho sobre la muerte y de pronto se produjo la de mi padre. Ahí digo exactamente lo que acabas de observar: que una cosa es pensar sobre la muerte y otra muy distinta, la experiencia directa de la muerte, como ocurre con la orfandad. No he cambiado mi marco teórico por aquel duelo terrible, pero el plano de la experiencia es insustituible. Tal vez no haya cambiado la pintura, pero los tonos y la luz son distintos.

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–¿Cree que podremos aprender algo de esta crisis?

–Tengo que responder con la incertidumbre propia de lo que pertenece al futuro. Los progresos de la humanidad son lentos y trascienden el plazo de la vida humana, de modo que mucha gente no los percibe y expresa su escepticismo. Pero si comparas con perspectiva los últimos cien y cincuenta años, en el caso español incluso los últimos treinta, el progreso material y moral está fuera de discusión. Y además se produce con frecuencia, aunque no siempre, como consecuencia de situaciones traumáticas. Piensa en las guerras mundiales, que fueron descensos a los infiernos. Costaron millones de vida, pero tan pronto terminaron se aprobó la declaración de los derechos humanos, que probablemente sin ellas no se hubiera planteado.

–Como si necesitáramos la destrucción para avanzar.

–La violencia estuvo asociada a la virtud desde el origen de los tiempos. Virtud viene de 'vir', el varón que prueba su valentía en la batalla. A partir de esos conflictos, la virtud se disoció de la violencia para asociarse a la paz. Hoy se demoniza la violencia en todas sus formas, incluso las simbólicas. La organización institucional de la violencia que ha sido el ejército ahora casi siempre se destina a misiones de paz; está mal visto que entre en guerra. Las muertes en las batallas ya no son signo de heroicidad sino de barbarie. Es una conquista incuestionable. Una experiencia tan radical, súbita y universal como la pandemia tiene la candidatura de ser uno de esos aprendizajes a través del dolor.

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–¿Qué tipo de aprendizaje?

–Tal vez trascienda nuestra generación. Los acontecimientos históricos tienen un ritmo lento. La especie humana se ha visto amenazada por un gran peligro. Antes teníamos mucha conciencia de las variaciones dentro de nuestra especie: diferentes culturas, razas, lenguas... La pluralidad ha servido como enriquecimiento de esa especie, pero hemos permanecido ciegos al poder de la unidad. Sólo hay un principio común, que es la dignidad. Y ahora que toda una especie está siendo amenazada por un peligro externo, no me extrañaría que saliéramos con una sensación unitaria, de pertenencia, lo que podríamos llamar un cierto cosmopolitismo que trasciende fronteras e identidades.

–Pero ya teníamos referencias de muchas otras especies animales que han sido mermadas, extinguidas incluso. ¿Qué ha ocurrido?, ¿nos creímos invencibles?

–Si lleváramos la historia del universo al espacio de un solo año, el protagonismo de la especie humana ocuparía el último minuto del 31 de diciembre. Somos una especie casi marginal en el contexto universal, pero nos hemos convertido en dominantes del globo terrestre. Hemos organizado la naturaleza, recorremos los fondos marinos, los océanos y el aire... La ciencia, a menudo convertida en espectáculo, incluso nos prometía la conversión en una especie mejorada, sobrehumana. Y cuando estábamos en los umbrales de esa especie superior, de pronto un virus nos amenaza y la ciencia nos abandona. No tiene respuestas. La naturaleza, que creíamos domesticada, se impone. Ya no nos parece inconcebible, en el futuro, que un virus aun más poderoso que éste nos extinga.

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–¿Por qué no lo vimos venir?

–Ha habido otros riesgos, como una guerra nuclear o una catástrofe medioambiental, que nunca llegaron. La humanidad tiene una gran capacidad de adaptación, pero suele ver el riesgo cuando ya está al borde del abismo. Eso puede provocar que algún día sea tarde, pero hasta ahora no ha ocurrido. Antes lo comentábamos: se aprobó la declaración de derechos humanos sólo cuando estuvimos a punto de matarnos entre todos. La ciencia, de manera incomprensible, es capaz de enviar un robot a Marte pero no de prever virus. Está reaccionando con lentitud a una pandemia como ésta. Y es una ciencia prodigiosa, lo experimentamos a diario en el ámbito de la salud, pero nos ha dejado más indefensos de lo que hubiéramos querido.

–Como sociedad, ¿cómo nos recuperaremos de tantas muertes?

–Es duro decirlo, pero hay dos dimensiones: una personal, donde la muerte de un ser querido te atraviesa, y otra social. Las dos últimas generaciones no habíamos conocido las muertes masivas. Hemos disfrutado de muchos años de paz, pero la historia está atravesada de muertes masivas por guerras, pandemias y hambre. Como sociedad nos recuperaremos, porque ya lo hemos hecho otras veces, pero en el plano personal son desgracias inconsolables. En una dimensión colectiva, es probable que sea más traumático el confinamiento que las muertes, porque el encierro nos afecta a todos pero las muertes afectan a 30.000 familias, que es una cifra relativamente pequeña, aunque para ellos sea infinita.

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–¿Cómo debería resolverse el conflicto entre libertad y seguridad?

–Hay que distinguir entre las democracias y los sistemas autoritarios. Estos últimos desprecian la dignidad. En las democracias, sin embargo, el interés individual se subordina al interés general, pero ese interés general a su vez se subordina a la dignidad personal. Eso genera tensiones. La salud pública, y no olvidemos que salud proviene de salvación, es decir, la salvación general, por importante que sea, no puede atropellar la dignidad personal. La división de poderes, que es esencial en democracia, de pronto se diluye y el poder ejecutivo asume competencias exorbitantes, impropias de una democracia en una situación normal. Estamos en una situación excepcional que la Constitución prevé, pero el mando único es impropio de una democracia basada en la pluralidad y la separación de poderes, que no es sólo funcional sino también territorial. Ese mando único es claramente excepcional y acarrea el riesgo de un uso prepotente o excesivo.

–¿Y cómo cree que se ha usado?

–Es difícil llegar a una conclusión. En un principio parecía que la salud pública hacía recomendar este confinamiento. Pero el encierro representa que 46 millones de personas pierden una libertad esencial, la de movimiento, y asumen su ruina y empobrecimiento económico en virtud, y esto me parece hermoso, de los grupos más vulnerables, que representan el 90 por ciento de las víctimas de esta pandemia. Es decir, 46 millones de ciudadanos pierden su libertad y se empobrecen para proteger fundamentalmente a personas mayores. En un primer momento, quizá llevados por la angustia, hubo una fuerte convicción de que era lo que había que hacer, pero luego llegan los matices. Me gusta arrojar esperanza, pero hay que ser críticos. Ha sido uno de los confinamientos más severos del mundo. Y dices: «Vale, pierdo el dinero y protejo la salud». Pero luego ves que también somos uno de los países con más muertos por millón de habitantes. Entonces ese sacrificio no ha tenido el fruto apetecido. Y sobreviene la frustración de ser lo peor de cada caso: «Me confino y arruino más que nadie pero al mismo tiempo tengo los peores resultados sanitarios». No critico el confinamiento en modo alguno, aunque las bases pudieron ser mejores a juzgar por lo que ha ocurrido en otros países, pero duele que se presuma de encierro si tenemos uno de los peores del mundo en número de muertes y sanitarios contagiados.

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–También el desempleo y la pobreza constituyen un problema de salud pública.

–Así es. Cuando contraponemos dignidad y economía olvidamos que una cierta economía es fundamento de dignidad. El paro y la jubilación, la capacidad de contratar y crear empresas... Todo eso requiere un Estado sano económicamente. Cuidado con hacer prevalecer de manera definitiva la salud sobre la economía porque podríamos quedarnos sin salud ni economía.

–¿Cuánto hay de convicción y protección a los más vulnerables en el acatamiento del confinamiento y cuánto de cierta docilidad?

–Es una pregunta oportuna que yo mismo me he formulado estos días. Es difícil de definir. Cuando vemos esas manifestaciones en Estados Unidos, algo frikis, de personas que combaten el confinamiento, ¿es indisciplina, barbarie o sana insumisión? Diría que al principio no fue por docilidad ni ejemplaridad, sino por el pánico que produjo el número creciente de muertos cada día y el comportamiento del virus en otros países, como China e Italia. Cuando un Gobierno que preferiría tomar medidas complacientes opta por posiciones tan radicales que sólo pueden producir descontento y ruina piensas que debe de haber una razón de absoluta necesidad. Es algo tan impopular que crees que no tienen más remedio que hacerlo. Ese pánico nos llevó a retraernos y encerrarnos para cumplir la máxima moral de nuestros días: no te contagies y no contagies.

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–Y en el plano político, ¿por qué la pandemia, en lugar de propiciar el diálogo, ha ensanchado la polarización?

–Eso, en cambio, no me sorprende. La esencia de la economía es el beneficio, y la esencia de la política es la obtención del poder. Ha sido así desde Pericles hasta Trump. La política es el arte de la obtención del poder, y una vez obtenido, de mantenerlo. No me llama la atención que los políticos se comporten conforme a esa ley. Lo contrario sería antipolítico. Unos tratan de mantenerse en el poder y otros, de derribar a los que están en el poder. Luego están los ciudadanos, que somos un contrapoder a través de la opinión pública ilustrada, que juzga el comportamiento de los políticos. La ciudadanía exige patrones determinados de comportamiento a los partidos, como se los exige a las empresas. La ciudadanía ilustrada no decide sólo en función del precio y la calidad sino también de otras circunstancias, como si sus productos son resultado de la explotación de trabajadores en África o de que paguen impuestos fuera. Del mismo modo, los políticos se comportarían de manera todavía más desgarradora si enfrente no estuviera la opinión pública.

–¿Cree que la crisis ha servido para darnos cuenta de que vivíamos como autómatas, sin tiempo más que para trabajar y atender logísticas familiares?

–En 'Filosofía mundana' hablo de la huelga general. Ahí distingo entre la inteligencia, que es la habilidad para encontrar instrumentos que te ayudan a alcanzar un fin, y la sabiduría, que es la capacidad de identificar bien ese fin. Normalmente nos esforzamos por ser inteligentes, pero pocas veces nos declaramos en huelga para sentarnos y meditar. Hay momentos en que la vida nos fuerza a una suspensión general de los fines que nos permite reflexionar sobre ellos. También suspendemos los fines instrumentales cuando jugamos, apreciamos el arte o nos sentamos a pensar. El confinamiento ha sido una huelga general de la humanidad que nos ha obligado a ser sabios, pero ese progreso nunca termina. Los hombres somos un misterio para nosotros mismos.

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–En el plano personal, ¿cómo vive el confinamiento una familia numerosa como la suya?

–Está siendo una experiencia sorprendente. Yo tengo cuatro hijos, el mayor de 24 años y la pequeña, de 16. Los cumplió confinada. Me llama la atención la buena armonía que ha habido. Obligar a unos chicos a permanecer en el mismo piso sin apenas intimidad podría haber sido complicado. También he reflexionado, a propósito de mis hijos, de lo siguiente: normalmente pensamos en la casa como un lugar de intimidad frente a la sociabilidad de fuera, pero también existe una cierta necesidad de intimidad frente a la casa. Hablo del derecho de un hijo a encontrar su propio espacio para experimentar, probar y equivocarse. Me pregunto si habrán sentido inhibición, porque creo que tienen derecho a la intimidad en su propia casa y han estado dos meses enteros bajo la mirada de sus padres.

–Leí en una carta que dirigía a sus hijos que les deseaba «el gozo inteligente». Imagino que también es labor de los padres suavizar el confinamiento...

–En esa carta establecía como criterio fundamental en la educación de los hijos, aunque sea algo irónico, no estorbar. Ya es mucho no ser un padre castrante, no imponer planes ni tener una idea previa de lo que quiere para ellos. Eso es compatible con el cuidado de su salud no sólo física sino también psicológica. ¿Cuántos padres representan alguna forma de estorbo para sus hijos? Lo llevo a rajatabla. Pero son chicos inteligentes. Han cumplido con el confinamiento. ¡Ni han aprovechado la excusa de ir al supermercado o la farmacia para salir! El virus es un mal difuso del que no podemos culpar a nadie. Mucha gente es crítica con las administraciones, y es legítimo, pero al final la causa de todo es el virus, no lo olvidemos. Los gobiernos no han creado el virus; es una patología que procede de la naturaleza y los políticos gestionarán mejor o peor las consecuencias de esa anomalía. Y es un mal compartido. Les ocurre a todos sus amigos. Quizá eso ha ayudado a generar una conformidad general. Lo que no sé es cómo lo habrán llevado los de abajo, porque uno ha empezado a saltar a la comba.

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