Hay personas con las que surge una complicidad inmediata. No es habitual, pero ocurre a veces. Hace cosa de un mes conocí a Laia y desde el primer instante tuve la sensación de que nos unía una amistad de toda la vida. Nos presentaron en ... la terraza de un bar con un televisor que retransmitía un partido de fútbol. Al sentarnos a la mesa sonaba el himno nacional de España. Los jugadores españoles lo escuchaban serios y en silencio. Luego sonó el himno del otro país que todos cantaron con la mano en el corazón. Laia dijo que ella había cambiado la patria por la humanidad siendo casi una niña y que desde entonces se consideraba ciudadana del mundo. No era necesario detenerse a observarla para comprobar que siempre iba a seguir manteniéndose joven de espíritu. Me llamó la atención que hablaba como si ambos tuviéramos la misma edad. Me consolé pensando que veinte años no es nada. Estaba bien romper fronteras y disfrutar de aquellas buenas sensaciones que nos acompañan sin hacer ruido. No hace falta ir a buscarlas, están a nuestro lado y se expresan con el mismo leguaje por muy diferentes que sean los idiomas.
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Al cabo de una semana, Laia y yo nos encontramos fortuitamente. Nos sentamos en la terraza de un bar sin televisión y continuamos dialogando como si no hubiéramos interrumpido la conversación anterior. Nos enfrascamos en una discusión sobre la libertad exterior e interior. Ella hizo la siguiente reflexión: «Si la moralidad nos da libertad, entonces el Estado la confina. Si el Estado permite su libertad, entonces la moralidad intenta esclavizarnos». Le dije que desde hacía algún tiempo estaba dedicado a la vida contemplativa y me dejaba llevar por el cauce que elegía el destino. Mi confianza estaba puesta en la nada que lo engloba todo. Esa nada frágil, inmensa y misteriosa. También le confesé que actualmente contemplo desde lejos los dimes y diretes de la vida cotidiana. Esta cura de silencio y lejanía conseguía relajarme dentro de lo que era posible. Ninguno de los dos pudo evitar la sonrisa cuando afirmé que hace algunos años me hubiera gustado ir a vivir a un monasterio si no fuera porque me aburren demasiado las misas. Al día de hoy, solo echo en falta salir volando sin máscara hacia otro continente.
En esta ocasión fue Laia quien cambió de tema. Dijo que siempre había considerado necesario tener un pequeño grupo de confidentes con quienes desahogarse cuando el torrente de la vida inundaba los márgenes del río. Otras personas navegaban a la par, muy cerca, pero con la vista fija en la meta. A ella le gustaba detenerse a menudo, abandonar el río y adentrarse en la selva. Desde niña le atraía la aventura. Al oírla pensé que, a cierta edad, veinte años es mucho.
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