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A la izquierda, relieve que recrea la figura de Cristobalina Fernández, de quien no se conservan retratos, en la sacristía de la Colegiata de Santa María de Antequera. Obra de Patricio Toro (1996).A la derecha, uno de sus poemas en la antología 'Flores de poetas ilustres de España'. Antonio J. Guerrero
Cristobalina Fernández de Alarcón: La poeta del Siglo de Oro admirada por Lope de Vega

Cristobalina Fernández de Alarcón: La poeta del Siglo de Oro admirada por Lope de Vega

Grandes malagueñas olvidadas ·

La «musa antequerana» es una de las autoras más sobresalientes del XVII, respetada por sus coetáneos y premiada por Góngora. La Historia, sin embargo, olvidó su nombre durante 200 años y perdió buena parte de su obra

Lunes, 1 de marzo 2021, 00:50

Era una rareza en su tiempo: ni de noble cuna ni de convento, los únicos motivos por los que una mujer podía dedicarse entonces a las letras. Y, sin embargo, Cristobalina Fernández de Alarcón se ganó el respeto y la admiración de sus coetáneos. Góngora la premió en justas poéticas y Lope de Vega la bautizó como la «musa antequerana». Su prestigio era tal que sus versos se incluyeron en la primera antología poética impresa en lengua castellana en 1605. Pero el paso de los años privilegió a otros nombres –sobre todo masculinos– y se encargó de que su obra permaneciera en el olvido, escondida y, en muchos casos, desaparecida. Esta es la historia de la poeta más sobresaliente (y desconocida) del Siglo de Oro español.

«No era frecuente que una mujer tuviese la educación suficiente y la pericia para ser reconocida por sus contemporáneos, por eso Cristobalina es tan singular: a ella la alaban muchísimo y contaba con la aquiescencia de los hombres», aprecia Belén Molina Huete, profesora titular de Literatura Española y responsable del grupo de investigación Andalucía Literaria y Crítica en la Universidad de Málaga. Muestra de su fama son sus publicaciones en libros de otros, breves poemas laudatorios con los que presentaba el nuevo trabajo de un compañero. Nadie ponía en duda su reputación. El padre Cabrera, en su 'Historia de Antequera' manuscrita y corregida por Luis de la Cuesta en 1679, deja constar que sus obras «en invención y elección se pueden ladear con las de los hombres más famosos». Basa su argumento en el «testimonio de los insignes y famosos ingenios» de Luis de Góngora y Lope de Vega, «que admirados de tan alto y gallardo espíritu, le dieron siempre el primer lugar en concursos y justas literarias y no a título de mujer, sino en consideración de su docta y elegante pluma».

De hecho, cuando en 1602 Lope de Vega visita Antequera va a verla a ella. «Estuvieron hablando y debió sentirse tan atraído que en su 'Laurel de Apolo' la elogia como la 'sibila de Antequera' y 'musa antequerana'«, señala el catedrático de Lengua y Literatura, Juan Benítez, académico de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera. Pese a esta brillante trayectoria, hasta hace muy poco solo se conocían quince poemas con su firma. Molina Huete descubrió recientemente tres más. Pero el grueso de su creación se quedó por el camino entre el siglo XVII y XIX, cuando su nombre vuelve a la luz.

Es una de las tres únicas mujeres que aparecen en la primera antología poética impresa en castellano en 1605



Su lugar de nacimiento marcó su trayectoria. Decía el escritor y filólogo Dámaso Alonso que Antequera era en el XVII la ciudad con más poetas por habitante de España. Y allí creció ella (su nacimiento se sitúa hacia 1576, aunque no se ha encontrado su partida de bautismo), hija natural de un escribano público con una holgada situación económica que le procuró una buena educación. Su formación estuvo estrechamente ligada a los preceptores de la Cátedra de Gramática de Antequera, en especial a Juan de Aguilar, el punto de partida de grandes autores de la época. Estuvo «con los mejores», lo que para Benítez es ya un reflejo de su potencial.

En ese ambiente humanista y de esplendor literario coincidiría con Pedro Espinosa, el cabeza visible de la escuela antequerano-granadina. Con ese nombre se conoce a un grupo de poetas relacionados con ese enclave que publica conjuntamente en la antología 'Flores de poetas ilustres de España' en 1605, la primera de su clase impresa en lengua castellana. No hay que olvidar que son los albores del siglo XVII, cuando el manuscrito era el modo de transmisión habitual y la publicación de un libro se consideraba todo un acontecimiento.

Espinosa reunió en un volumen los que a su entender eran los poemas más importantes del momento: 248 textos de 64 autores distintos (más los anónimos). Entre ellos, Góngora, Quevedo y un grupo de autores próximos de Antequera y Granada que representaban una nueva voz lírica, como Cristobalina Fernández de Alarcón. Solo dos mujeres más entraron en esa selecta lista: las poetas Hipólita y Luciana de Narváez. 61 hombres, tres mujeres.

'Flores de poetas ilustres' se imprimió en Valladolid, la sede de la corte del Rey. Algo muy simbólico. «Era como poner una pica en Flandes: 'Vengo con una propuesta de autores nuevos y un libro que indica cuál es nuestro credo poético'», resume Molina Huete, también académica de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera. Su aparición en esta antología con dos composiciones fue su «consagración» y lo que ha hecho que su nombre llegue hasta nuestros días.

Hasta hace poco solo se conocían 15 poemas, ahora se han descubierto otros tres. Un legado escaso pero «formalmente perfecto»



Porque la inmensa mayoría de su obra permaneció manuscrita, sin una gran difusión. Algunas de sus poesías se han conservado en recopilatorios de justas poéticas, festivales que se convocaban con ocasión de alguna celebración o festividad religiosa en los que Cristobalina Fernández participaba para poner a prueba su destreza con las palabras. Consta que ganó en una competición celebrada en Córdoba en 1615 para conmemorar la beatificación de Santa Teresa de Jesús. Y Luis de Góngora estaba en el jurado.

Aun así, «se sabe más de su vida que de su obra, tenemos más datos biográficos que de su poesía», lamenta Juan Benítez. El legado que ha quedado de ella es escaso, «pero formalmente perfecto». Como resalta Molina Huete, no son pocos los que creen que su calidad superaba a la del propio Pedro Espinosa. Sus poemas están «muy bien hechos, con mucho ingenio». A la mayoría les lastra el hecho de que fueron escritos con ocasión de algo, por lo que están «muy forzados en el tema y en la estructura que tienen que tener». Los «más libres», señala la experta, son los incluidos en las 'Flores' de Espinosa. «Son los que se escapan del corchete de la poesía de circunstancia», apostilla.

Sin embargo, sin ningún motivo que lo explique, la Historia le dio la espalda durante dos siglos. A finales del XIX, el marqués de Jerez de los Caballeros abordó la empresa de reeditar la obra de Espinosa. Francisco Rodríguez Marín y Juan Quirós de los Ríos asumieron el encargo, reeditando en 1896 la antología poética de 1605 junto con un manuscrito ('Flores de poetas') de 1611 con dos poemas también de la autora. Es entonces cuando descubren a Fernández de Alarcón y recomponen su biografía, introduciendo suposiciones que muchos han dado por ciertas.

Para Rodríguez Marín, la antequerana era el amor oculto de Espinosa, la 'Crisalda' (que entendían como anagrama de su nombre) de su 'Canción amorosa'. Según esta teoría, ella fue la razón por la que el autor se hizo sacerdote y eremita: por despecho ante el segundo matrimonio de Cristobalina en 1606 –había enviudado tres años antes– con el estudiante Juan Francisco Correa, con quien tuvo cuatro hijos. Es una lectura romántica «sin pruebas», como afirma Molina Huete, que ha obstaculizado el reconocimiento de la poeta, siempre valorada «a la sombra o al amparo» de Espinosa y no por su propia valía como autora de talento y gran inventiva. Es el momento de reivindicarla por ella misma.

Cansados ojos míos

Cansados ojos míos

Cansados ojos míos,

ayudadme a llorar el mal que siento;

hechos corrientes ríos

daréis algún alivio a mi tormento,

y al triste pensamiento

que tanto me atormenta

anegaréis con vuestra gran tormenta.

Llorá el perdido gusto

que ya tuvo otro tiempo el alma mía,

y el eterno disgusto

en que vive muriendo noche y día.

Que estando mi alegría

de vosotros ausente

es justo que lloréis eternamente.

¡Que viva yo penando

por quien tanto de amarme se desdeña!

¡Que cuando estoy llorando

haga tierna señal la dura peña

y que a su zahareña

condición no la mueven

las tiernas lluvias que mis ojos llueven!

[…]

¿Cuándo tendrá, alma mía,

la tenebrosa noche de tu ausencia

fin, y en dichoso día

saldrá el alegre sol de tu presencia?

Mas ¿quién tendrá paciencia?

Que es la esperanza amarga

cuando el mal es prolijo, y ella es larga.

[…]

Yo viviré sin verte,

penando, si tú gustas que así viva;

o me daré la muerte,

si muerte pide tu crueldad esquiva.

Bien puedes esa altiva

frente ceñir de gloria,

que amor te ofrece cierta la vitoria.

[…]

¡Ay, ojos, quién os viera!

Que no hubiera pasión tan inhumana

que no se suspendiera

con vista tan divina y soberana.

[…]

Si amor, que me trasforma,

quitándome el pesado y triste velo

me diera nueva forma,

volara cual espíritu a mi cielo.

Y no abatiera el vuelo,

que yo rompiera entonces

de cualquiera imposible duros bronces.

[…]

Mil veces me imagino,

gozando tu presencia, en dulce gloria;

y con gozo divino

renueva el alma su pasada historia.

Que con esta memoria

se engaña el pensamiento

y, en parte, se suspende el mal que siento.

Mas como luego veo

qu'es falsa imagen que cual sombra huye,

auméntase el deseo,

y ansias mortales en mi pecho influye

con que el vivir destruye.

Que amor en mil maneras

me da burlando el bien, y el mal de veras.

Canción, de aquí no pases,

cese tu triste canto,

que se deshace el alma en triste llanto.

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