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La familia es como un jardín de rosas al que hay que cuidar y mimar para que crezca fuerte. Pero da igual el empeño que le ponga, porque más de una vez se pinchará con sus espinas y dolerá. Como la familia. En ese entorno, ... rodeado de rosas en el patio de una casa de clase media, se desarrolla 'Las cosas que sé que son verdad', una obra deliciosa que devolvió a Verónica Forqué al escenario donde hace unos meses recogía el Max a mejor actriz por esta interpretación, el Cervantes.
Forqué es aquí la madre de todos, la figura en la que cada espectador puede reconocer en algún momento, por un gesto o un comentario, a su propia progenitora. Sacrificada por sus hijos, resignada con su propia vida. Muy exigente y crítica con su hija mayor, más permisiva con su hijo menor. Ella lo sabe todo y tiene una solución para todo, incluso para lo imposible. En torno a ella se construye este núcleo familiar de cuatro hijos y un padre –grande Julio Vélez– cariñoso y entregado a los suyos y a su jardín de rosas. Un organismo vivo que va evolucionando durante las dos horas de función al ritmo de las estaciones del año. Verano, otoño, invierno, primavera... y pase lo que pase en su interior, volverá el verano, el otoño, el invierno, la primavera. De igual manera, pase lo que pase, siempre quedará la familia.
Forqué es la estrella del montaje, quien en la mayoría de las ocasiones pone el contrapunto cómico a este drama. A veces incluso sin pretenderlo, por su naturalidad, su entonación y su manera de actuar. Parece que el papel estuviese escrito para ella. Tras verla se entiende su primer Max a mejor actriz protagonista y el premio de la Unión de Actores por este rol. Pero no es ella quien lleva el peso de la función. 'Las cosas que sé que son verdad' funciona porque el reparto en su conjunto suma a un brillante texto, adaptado y traducido por Jorge Muriel. Y parte del mérito ahí está en la buena dirección de Julián Fuentes Reta.
El espectador se engancha desde el primer minuto con el fantástico monólogo de cara al público de Candela Salguero, la pequeña de la familia que quiere madurar a marchas forzadas. Pero cada uno tiene su momento protagonista contando al patio de butacas lo que luego callan en su casa. Pilar Gómez es la hermana mayor que siempre ha hecho lo que se esperaba de ella; Jorge Muriel, el hijo reservado; Borja Maestre, un joven triunfador que se codea con peces gordos. Y cada uno tiene un secreto que hará tambalear las relaciones familiares.
La obra aborda temas típicos, pero sin caer en los tópicos. El enfrentamiento madre-hija, la rutina en el matrimonio, la exigencia de los padres, la necesidad de ser aceptado, la búsqueda de la felicidad... Todo con un envoltorio muy sencillo en lo escénico y casi cinematográfico en lo sonoro. Son maravillosos los cuadros costumbristas que pinta la obra en las discusiones familiares, con una enorme autenticidad.
Y quizás esta sea una de las claves de su éxito: que todo suena a verdad, que la historia resulta muy creíble aunque esté llevada a máximos. Por eso hace reír a carcajadas, provoca medias sonrisas cuando uno se reconoce en tal o cual personaje y también encoge el corazón hasta la lágrima. Porque hay escenas emotivas, algunas tiernas y otras desgarradoras, pero uno sale reconfortado del teatro, con algunas reflexiones que sé que son verdad.
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