Audrey Hepburn y los días de desayuno con diamantes en Marbella

Audrey Hepburn (Bruselas, 1929-Tolochenaz, 1993) ya había protagonizado algunos de sus títulos más emblemáticos en Hollywood cuando España se cruzó en su camino. Vino aquí por amor. Pero no a Marbella, de la que se enamoraría después. Sino a su entonces marido, el también actor Mel Ferrer, con el que coincidió en una obra de teatro en 1954 y, ya casados aquel mismo año, repitió en la gran pantalla en 'Guerra y paz' (1956). Aunque nacido en Estados Unidos, Ferrer era hijo de un catalán y hablaba un perfecto español con acento guiri. El matrimonio estableció su residencia en Suiza y desde allí viajaba a sus respectivos lugares de rodaje. Y mientras Audrey cogía un billete a París con Cary Grant al ritmo de 'Charada', su espigado marido se instaló en Madrid en 1963 cuando Samuel Bronston le propuso participar en el reparto de 'La caída del imperio romano', lo que le daba la posibilidad de conocer más de cerca sus raíces. Un año después, Mel y Audrey ya estaban en Marbella, junto a su hijo Sean de tres años. Con el pequeño, la actriz se apuntaba a las 'burradas', paseos en equino hasta la playa para acabar con un picnic a pie del mar, y se dejaba fotografiar en la barrera de La Malagueta durante la feria de Agosto. Una pasión taurina que compartía la pareja.

Cuando el príncipe de Hohenlohe les mostró un terreno junto a la playa aledaño al hotel Marbella Club se lo quedaron. Y construyeron Santa Catalina, una villa diseñada al gusto de la pareja que miraba a las olas, con un gran salón con chimenea, un porche para vivir más tiempo fuera que dentro y un jardín con un pinar que llegaba hasta la arena del mar. Aunque Audrey prefería las aguas más calmadas de la piscina. Una casa de veraneo que acabó convirtiéndose en algo más. Los baños de sol de la costa malagueña convencieron a la pareja de que la residencia suiza, junto a Los Alpes, era demasiado fría, lo que les llevó a residir de forma más continuada en el sur. Un invierno en Málaga era mucho más placentero y el pequeño Sean Hepburn recuerda allí una cálida Navidad. «Santa Catalina fue la casa de mis padres hasta que se separaron», confiesa el hijo de la deliciosa actriz, cuyos pasos hacia Marbella siguieron Deborah Kerr y el guionista Peter Viertel, Sean Connery, Stewart Granger o el director Jean Negulesco, que además era vecino de los Ferrer Hepburn.

Y mientras Audrey rodaba 'My Fair Lady' (1964) y cantaba en los cines españoles eso de que la «lluvia en Sevilla es una pura maravilla» -en realidad, la actriz jamás pronunció nada parecido ya que en la versión original decía 'The rain in Spain stays mainly in the plain!', es decir, '¡La lluvia en España se queda principalmente en la llanura!', que hay que reconocer que era más soso-, Mel Ferrer afianzaba su delirios de director con la oferta que le hacía el productor José María Goyanes para que dirigiera la película de la gran estrella del momento del cine español: la mismísima Marisol. Una confluencia de Hollywood y cine español muy surrealista. Y el resultado así lo fue, el primer fracaso de la malagueña en la pantalla por la incompetencia del cineasta y por el empeño del productor en prolongar la tómbola de aquella niña prodigio que ya no lo era y que ya iba pidiendo un cambio de imagen en pantalla. No obstante, el público respondió al fiasco gracias a la seducción de la protagonista. Más de dos millones de espectadores vieron a Marisol disfrazada de chico para cumplir su sueño de ser rejoneadora. En Málaga llegó a estar cinco semanas en cartelera.

Según SUR, Audrey Hepburn también participó como «asesora» en aquel rodaje y llegó a viajar a Málaga con Ferrer para buscar las localizaciones del filme en Marbella y Fuengirola, lo que permitió a la pareja dormir por las noches en su casa de la futura Milla de Oro, el kilómetro cero costasoleño. No hay constancia de hasta donde llegó la intervención en el filme de la protagonista de 'Historia de una monja' (1959), pero sí de que su asesoría se volcó en aquella joven protagonista que todos admiraban. Y que nadie mejor que Audrey podía comprender. «La conocí muchísimo. Además ella me enseñó a maquillarme los ojos para el cine. Era una mujer encantadora e incluso me llevó a cortarme el pelo a su peluquero Alexandre. Era una tía cercana, sensible, muy humana», confesó hace años la propia Pepa Flores que, por contra, no tenía el mismo recuerdo del que fue su director: «Tuvimos una relación bastante rara porque exigía lo que él no podía hacer. Yo tenía que estar con toros bravos, a caballo, pero claro, luego había planos en los que no era necesario que estuviera yo y él se empeñaba en que estuviera. Y luego como compañero era un actor más con el que tampoco mantenía demasiada intimidad porque él siempre guardaba las distancias, cosa que su mujer era todo lo contrario».

Las grandes amistades de los Hepburn en Marbella fueron los Rubinstein, Aniela y el pianista Arthur, con los que igual compartían un té que una velada musical de la mano del célebre concertista. Recitales caseros en los que coincidieron con un jovencísimo Daniel Barenboim. Otra de las grandes amigas de Audrey fue la condesa de Romanones, la norteamericana Aline Griffith, a la que visitaba en su casa de la urbanización de Los Monteros para planificar que día se iban a la Feria de Málaga a ver los toros. La ex espía de la CIA tenía buen ojo para calar a la gente y de Hepburn decía que era «sencilla, honesta y con gran sentido del humor», aunque «poco sociable». Prefería las reuniones poco multitudinarias.

El decorador Pepe Carleton la recordaba mimetizada con el ambiente marbellero con un pantalón tipo pescador, que combinaba con sus habituales gafapasta que hoy estarían de última moda. Unas de color negro las llevó a la plaza de toros de Marbella en agosto de 1967 para no perder detalle de Mondeño, El Viti y El Cordobés. Aquella fue una de las últimas imágenes de la actriz en su refugio al sol que más calienta. Por aquellas fechas había rodado 'Sola en la oscuridad' y así andaba su matrimonio. O por decirlo en términos taurinos, a la pareja solo le faltaba el descabello. La separación fue también el final de su idilio malagueño. Ella le dejó la casa de Málaga a Mel y no volvió más. Santa Catalina sigue en pie, pero mudó de manos. Y de estilo. Acorde con los tiempos, cambió el glamour por los petrodólares de un jeque árabe.