Ayer mismo leía que Donald Trump promete, en su guerra contra la inmigración, redadas en escuelas y eliminar la ciudadanía por nacimiento. El objetivo son ... los niños. Como en muchos otros momentos de la historia, los niños son la amenaza.
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Es el ejemplo que más me golpea la cabeza cuando me siento a ver, en el Teatro Cervantes, la obra '14.4'. Y me pregunto si ver, desde mi cómoda platea, una obra sobre la odisea real de un niño marroquí a España no tiene un punto de cinismo. Como lo tiene siempre cuando esta tragedia se observa desde un punto de vista teórico, temático, ideológico, matemático. Y es que hay gente que aún se sorprende al saber que Obama, nieto de keniatas, deportó a 2,9 y 1,9 millones en su primer y segundo mandato frente al millón y medio del nieto de alemanes.
«Una puta fiesta de la hipocresía» dice ese niño que ahora es actor y que por fin cuenta su propia historia, la de África y la de esos 14.4 kilómetros del Estrecho donde tanta gente desaparece. Ese niño ahora actor es Ahmed Younoussi, y yo le agradezco que desde el minuto uno nos cuente su extraordinaria y dolorosa vida como si fuese lo más normal del mundo, sin dramatismos, con la indiferente cercanía con la que convivimos con esta realidad. La de ese niño que vemos solo por la calle, deseando lo que nosotros damos por hecho, y del que nos preguntamos cómo llegó ahí hasta que desaparece tras nuestros problemas del primer mundo.
«Yo no soy de aquí / Pero tú tampoco» cantaba Drexler. Para esta autoficción, género cada vez más de moda, Younoussi se apoya en un espacio donde hasta llueve como le llovieron hostias, resumen de toda su vida, diseñado por el escenógrafo Alessio Meloni. Con dulzura y contando con el público en todo momento, Juan Diego Botto (dramaturgia) Sergio Peris-Mencheta (director) nos meten de polizones en este viaje de ilusiones contado desde el corazón, y que funciona como salmodia para recordar a los que no lo consiguieron. El teatro volviendo a sus orígenes sagrados, aunque puede parecer que Dios, a veces, no escucha.
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Ayer el Teatro Cervantes era una única emoción. Lo importante que es contar algunas historias. La de Younoussi y las de aquellos que no llegan a las playas de Europa.
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