Tras protagonizar a los dieciséis años El Mago de Oz, Garland, pese a las inseguridades que siempre manifestó respecto de su aspecto físico comparado con las explosivas bellezas de la meca del cine, se convirtió en una de las actrices más cotizadas de la MGM, aunque durante la filmación, en abril de 1947, de The Pirate, sufrió la primera de las muchas crisis nerviosas que jalonarían su existencia y tuvo que ser recluida en un sanatorio. En el interín, se había casado con Vincent Minelli y había tenido a su hija Liza, un Globo de Oro, un Tony y sendas nominaciones a los premios Óscar y Bafta, y después llegaron el divorcio, una exitosa y agotadora gira de conciertos por el Reino Unido, una pleuresía, varios programas especiales para la televisión, una hepatitis aguda cuyo pronóstico le auguraba, tirando la casa facultativa por la ventana, cinco años de vida, más crisis nerviosas, un nuevo opiáceo llamado morfina susceptible de paliar el cada vez más voraz insomnio, un intento de suicidio fallido que le dejó las muñecas como cuadrículas sanguinolentas y que requirió un notable desembolso en pulseras para ocultar las consecutivas cicatrices, sucesivas cenas de pastillas regadas con vino blanco alemán, y finalmente una sobredosis de barbitúricos que la catapultaría de forma simultánea al hollywoodense Paseo de la Fama y al podio de icono gay según una encuesta reciente. Somewhere over the rainbow.
André-Marie Ampère: 20/1/1775--10/6/1836
Ochenta y seis años antes del nacimiento minnesotiano de Judy Garland, moría en Marsella André-Marie Ampère, en cuyo honor sería bautizada la unidad de intensidad de la corriente eléctrica como amperio. Previamente a ser nominativa y oficialmente amperizado, André-Marie fue un niño precoz que antes de conocer los números ya hacía cálculos con piedras mínimas y migas de pan máximas y a los cuatro años leía a Buffon, el cual no era un histrión medieval con una efe de más y una tilde de menos sino un conde francés estudioso de las matemáticas.
Mientras aún andaba sollozante por el aguillotinamiento de su padre en el revolucionario patíbulo, Monsieur Ampère se preparó un antidepresivo con unas briznas de teoría de probabilidades y unas cuantas ecuaciones diferenciales parciales y, magnetismo va, electricidad viene, ejemplificó la Regla de la Mano Derecha, que no consiste en evidenciar que hay más diestros que zurdos, sino que, si se separan los tres primeros dedos de la mano derecha de manera que el dedo corazón indique la dirección del campo magnético y el pulgar la del movimiento, el índice indicará la dirección por la que circula la corriente, et voilà.
A la vez que formulaba la ley de la termodinámica, Ampère se iba entreteniendo ideando gadgets diversos: ayer me levanté juguetón y me saqué de la manga el galvanómetro, que posteriormente será rebautizado por mis admiradores como amperímetro; hoy voy y sugiero el primer telégrafo eléctrico; mañana me tomaré un piscolabis con mi amigo François Arago y, entre bocado de paté y sorbo de Borgoña, ambos inventaremos el electroimán, en algo hay que entretenerse; pasado, para descansar abogaré por el cloro como cuerpo simple… Gracias a todo esto, soy uno de los setenta y dos científicos cuyo nombre figura inscrito en la Torre Eiffel, empezando la lista justo encima del primer arco y a razón de dieciocho por cada fachada; vecino por tanto de pretil de genios como Lavoisier y su teoría calórica, Legendre y su álgebra abstracta, Broca y su designación del área cerebral que controla el lenguaje, Giffard y su dirigible, Bresse y su motor hidráulico, Léon Foucault y su péndulo homónimo o Laplace y su no menos homónima ecuación. Pues no se está nada mal aquí.