Quique nació en Segovia y tiene el acueducto tatuado en la pierna derecha desde que lo conocí hace casi treinta años. El lunes nos encontramos casualmente al mediodía. El cielo estaba nublado y hacía frío, sin embargo él iba con bermudas, igual que si fuera ... un día caluroso de primavera, para dejar visible el último tramo del monumento romano que asomaba por la rodilla. Nada más saludarnos insistió en tomar una cerveza. Me disculpé por no aceptar la invitación, le expliqué que al día siguiente tenía una analítica a las ocho dieciocho de la mañana y no quería caer en la tentación. «Hoy guardo ayuno y abstinencia», dije. Me miró de arriba abajo con cierto desdén, como si viera correr agua incolora, inodora e insípida por mis venas y necesitara urgentemente unos grados de etanol para recuperar vida y color. Al final claudiqué y nos sentamos en la terraza del bar que había a la vuelta de la esquina. Quique pidió dos cañas sin dar otra opción. Volví a disculparme argumentando que únicamente era abstemio un día al año, pero él zanjó el tema: «Mala suerte, has topado con el diablo».

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En efecto, una vez al año realizo una analítica para ver cómo funciona la vida por dentro. Extiendo un brazo y luego el otro porque siempre cuesta encontrar la vena, como si no tuviera ni gota de sangre. Dejo pasar unos días, un compás de espera, hasta que acudo al centro de salud para que me lean la cartilla. No soy un alumno aplicado, aunque a duras penas cubro el expediente y paso la prueba. Así hasta que acabe la carrera. Esto pienso mientras Quique pide otra ronda y pregunta quién creo que ganará la liga. Levanto la vista, miro el cielo gris y pongo cara de malos amigos. Al echar para atrás la silla y descubrir el acueducto debajo de la mesa me entran ganas de volcar la copa y ver fluir la cerveza llevándose consigo todas las impurezas que surgen en el camino.

Cuando Quique pide al camarero que rellene las copas, recuerdo una anécdota que sucedió poco antes de conocernos. Le cuento que hace unos veintisiete años fui de viaje a Segovia con una pareja amiga y su hijo que apenas había cumplido el año. Al llegar a la Plaza del Azoguejo, el niño señaló la arquería con su minúsculo dedo índice y con una pronunciación perfecta, dijo: «Acueducto». Unos días antes nos había sorprendió a todos al decir sus dos primeras palabras. Fue en el salón de casa, los mayores brindábamos con cerveza y él, que ya comenzaba a andar, se acercó tambaleándose a una mesa baja, la golpeó con el puño y gritó con todas sus fuerzas: «¡Una caña!».

El martes 13 fui a sacarme sangre con el amargo sabor de la cerveza.

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