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Aquella mañana el asunto se hizo oficial, físico. Ahí estaba el libro, con su nombre estampado en la misma cubierta junto a los de Adolfo Bioy Casares, Benito Pérez Galdós o Jorge Luis Borges. 'Ucrania' había recibido el Premio Málaga de Novela y salía de la imprenta en el catálogo de la editorial Destino, dentro de la misma colección por la que habían desfilado esos autores y otros como Miguel Delibes, Camilo José Cela o José Antonio Muñoz Rojas.
Entonces le hicimos la pregunta que hacemos los periodistas cuando no sabemos qué preguntar: «¿Qué siente?». Y él respondió con esa mirada oriental que le dejaba la sonrisa: «Es un orgullo, claro, pero el cuarto de baño se sigue ensuciando y tú tienes que seguir limpiándolo». Una década más tarde publicaría 'La distancia' y al cuestionarle por el oficio de escritor, se acordó de que tenía que poner una lavadora.
Y en ninguna de aquellas respuestas había un asomo de impostura o falsa modestia, un gesto banal de cara a una galería imaginaria. Porque no había lugar para la línea de sombra o el doblez en las palabras de Pablo Aranda, cronista sagaz de la épica cotidiana, voz de los superhéroes de barrio a los que cantara Kiko Veneno y que él plasmó en sus novelas con la dignidad, la empatía y el afecto de quien se sabe, al cabo, uno de ellos.
Narrador, articulista, gestor cultural, viajero incansable y buena persona a tiempo completo, el malagueño Pablo Aranda moría ayer a los 52 años a consecuencia de un cáncer fulminante que le habían diagnosticado hace apenas seis meses. Casado y con tres hijos, licenciado en Filosofía Hispánica, Aranda había llegado a la literatura después de una etapa como educador de menores y profesor de español en la Universidad de Orán.
Su primer libro publicado daba cuenta de sus bazas como escritor desde el mismo título de la obra: 'Desprendimiento de rutina'. Ahí estaba ya su rapidez mental, su talento para el juego de palabras y su mirada atenta y constante hacia lo más cercano. Aquel librito se llevó el primer Premio de Novela Corta Diario SUR, donde Aranda se convirtió en uno de los articulistas más seguidos y queridos por los lectores.
Y al pie de la columna se mantuvo Aranda hasta el penúltimo aliento, fiel a la misma pasión por escribir que le llevó a tirar a la basura una novela que ya tenía casi terminada para entregarse a la tarea de componer una nueva cuando supo que ya se cernía sobre él la sombra cierta de la enfermedad.
Porque Pablo Aranda llevaba años, muchos años escribiendo, aunque casi nadie lo supiera. Y así llegó la coincidencia (o no) de que 'Desprendimiento de rutina' viera la luz el mismo año (2003) que 'La otra ciudad', finalista del Premio Primavera de Novela. Aquella muesca en el currículum libresco le llevaría hasta el catálogo de Espasa, con la que publicaría un año más tarde 'El orden improbable' (2004) para llegar hasta 'Ucrania' (2006) de la mano de Destino. Y entonces hizo eso que tan bien se le daba, en la vida y en las letras: dar un giro inesperado, sorprender sin apenas pretenderlo.
Aranda se descubría como un autor cabal de literatura infantil con el celebrado 'Fede quiere ser pirata' (2012) y 'El colegio más raro del mundo' (2014), si bien intercalaría entre uno y otro la publicación de 'Los soldados' (2013), donde se adentraba en el género negro y convertía en territorio literario su barrio de cada día, entre La Victoria y Fuente Olletas.
Por aquellas calles paseaba Pablo a 'Turrón', el labrador con el que le gustaba posar en las fotos para el periódico y al que dedicó su último libro. Y cuando le preguntabas con guasa quién le había puesto el nombre al perro, él replicaba con la misma sonrisa de siempre: «Los niños, que son unos cachondos».
Porque Pablo arrastraba las erres y en esa capacidad para el humor, empezando por él mismo, también se hizo fuerte su escritura, quizá, sobre todo, en su faceta como articulista y cronista. Así podía resumir el bochorno sufrido en la inauguración del Centre Pompidou Málaga escribiendo sobre el «cubo de calorines» o adentrarse como un pulpo divertido en el garaje de la ceremonia de los Goya para narrarla desde dentro como quien se la cuenta a un amigo.
Esa labor literaria en las páginas del periódico le acabó emparentando con la gestión cultural, primero como director del Aula de Cultura de SUR y después como responsable de actividades de la Fundación Manuel Alcántara y en ambos flancos dio cuenta de su capacidad para el consenso y de su sensibilidad para poner el acento en cuestiones como la lucha feminista, la dignidad de los migrantes o la necesidad de dar voz a los jóvenes.
Al fin y al cabo, la conciencia social sirve para hilvanar la sensibilidad, el humor, el amor y la mirada hacia los más débiles que desfilan por las obras de Pablo Aranda, siempre protagonizadas por «gente corriente». Pasaba de nuevo en 'El protegido' (2015), donde el escritor reincidía en el 'noir', pero siempre dejando una grieta por la que pudiera entrar la luz, como sucedía también en 'La distancia' (2018).
Y esa luminosidad al escribir, incluso en lo más profundo de la novela negra, parecía estallar en sus libros infantiles, que seguiría cultivando en 'De viaje por el mundo' (2017) y 'Las gafas azules' (2020), editado esta primavera, en pleno confinamiento, con la enfermedad afilándole el gesto y el horizonte. Pero Pablo quería publicarlo. Al fin y al cabo, con él regresaba aquel personaje amado por sus lectores más bajitos, Fede, que quería ser pirata. Quizá como el propio Pablo, viajero, sensible, amable y socarrón.
Se va Pablo Aranda y deja una obra literaria comprometida y valiente, una labor periodística lúdica y brillante y una gestión cultural sosegada y eficaz. Pero se va Pablo Aranda y deja sobre todo una manera de estar en el mundo sin un pero ni un mal gesto, una vida como ejemplo último de que quizá la bondad sea la forma más genuina que adopta la inteligencia.
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