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Línea de fuga ·
No somos tan raros quienes echamos casi lo mismo de menos el grifo de cerveza y el informalismo abstractoCon el confinamiento casi había olvidado lo que era buscar aparcamiento cerca de la casa de mis padres para bajar andando al centro. Abrían los museos tras dos meses y pico de clausura forzosa y después de cuarenta minutos dando vueltas por un par de barrios dejé el coche casi en el portal de la calle en pendiente donde habíamos vivido antes de mudarnos a donde siguen mis padres ahora. Regresaban los museos y había ganas nerviosas de becario por volver a los mismos lugares de antes con la libreta y el boli. Empezamos en el Thyssen y al oír los goznes de las puertas recordé algo que sentí cuando nació V: suele decirse que aprecias algo cuando lo pierdes y no sólo es así, también confirmas cuánto lo deseabas cuando al fin llega. Al otro lado de la puerta del Thyssen esperan sus directores para saludar a las primeras visitantes, Carmen y Amparo, que ya habían salido en el periódico hace días, porque fueron también de las más rápidas en regresar a las terrazas de los bares. Ahora eran las primeras en entrar a un museo, para que vean que no somos tan raros quienes echamos casi lo mismo de menos el grifo de cerveza y que el informalismo abstracto.
Del Thyssen fuimos al Picasso y allí esperaba su director apostado en una esquina, sentado en uno de los taburetes altos que gasta el personal de sala para reposar de vez en cuando. Miraba con atención al otro lado del patio interior, al lateral por el que iba cayendo el goteo de los primeros usuarios. «Ahora cada visitante es un acontecimiento», pensaba en voz alta el director del museo, certero en cada análisis, preciso en la ambición estética de cada palabra. Y a partir de esa reflexión quizá pueda firmarse una tregua, una pequeña esperanza amarrada en la posibilidad de que el esfuerzo mayor que van a requerir actividades hasta hace poco rutinarias pueda traernos también una satisfacción más amplia y limpia. Una caña con tapa en un bar, un paseo por la playa, una visita a un museo. Salir con mascarilla, geles y prudencia. Aprender la lentitud, disfrutar también de las agujetas de una mañana de caminata laboral después de dos meses y pico metido en casa salvo para lo imprescindible.
El hormigueo en las piernas al llegar hasta los pabellones del Museo Ruso. Reencontrarte con Gema y con Mercedes, sentirte de nuevo en casa, charlar con el director rodeado de fotos de Andrei Tarkovski y bromear con Juanmi mientras da los últimos retoques al montaje de la exposición sobre el cine mudo que está pidiendo una visita sin los avíos del trabajo. Bichear desde la pasarela que une ambos pabellones de Tabacalera cómo ha quedado la plaza no apta para calvos que une la antigua fábrica con la línea del mar y reiterar la manía que parecen tener los urbanistas de esta ciudad a las fuentes y la sombra. Llamar de nuevo para felicitar un cumpleaños y ahora sí, charlar un rato en medio de tantos mensajes de texto y audio enlatado. Provocar con la confesión de que has encargado sushi para llevar a casa en el almuerzo y saber que él ya comió eso el fin de semana. Reír en directo, putearnos y en la despedida escuchar 'Te quiero, tío'. Y colgar. Quedarte clavado en el sitio. Frenar el leve temblor de admitir cuánto necesitabas escuchar algo así, sentir diáfana la certeza de que ha sido todo un acontecimiento.
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