miguel ángel oeste
Lunes, 24 de abril 2017, 00:23
El piloto de Guerrilla, la miniserie de seis episodios creada por John Ridley, podría haber estado bien. Cuenta con materiales atractivos y potentes. Y, sobre todo, la ambición temática y la preocupación por mostrar asuntos incómodos, vinculados a los afroamericanos. Obviamente, el guionista de 12 años de esclavitud y showrunner de American Crime, por citar dos ficciones de indudable interés, es un creador apegado a la identidad racial de su país, Estados Unidos, en el que el color de la piel sigue siendo una cuestión urgente, que puede verse reflejada en series como The People Vs O.J. Simpon, creada por Scott Alexander y Larry Karaszewski para FX, y en películas como Loving (Jeff Nichols, 2016), que de un modo directo o esquinado abordan. Entonces, ¿qué sucede?, ¿por qué Guerrilla apenas funciona o lo hace intermitentemente?
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De Guerrilla se puede valorar la mirada política, social, reivindicativa de hacer aflorar una etapa sórdida y ominosa que, sin embargo, con demasiada frecuencia se idealiza en pos de un activismo romántico en el que todo parecía posible para transformar el mundo. El romanticismo y el idealismo están presentes en la ficción, pero de manera programática. Un romanticismo representado por Jay (Freida Pinto) y Marcus (Babou Ceesay). Dos personajes que pasarán a la acción en el Londres de 1971 para convertirse en soldados de un modo, en realidad, inconsciente. Hay dos escenas reveladoras. Marcus, que es profesor de inglés, busca trabajo, pero no encuentra nada, lo tachan de revolucionario por enseñar a los presos negros. Esto ocurre al comienzo de la serie.
En el último tercio se repite la situación: lo vemos de nuevo buscar trabajo, ofrecerse para un puesto en la universidad, pero se conforma con secundaria, sin embargo, el funcionario lo que le ofrece es la posibilidad de conducir un autobús o ser portero en alguna nave. La otra escena refleja el tono brusco y cortante de la puesta en escena y del subrayado de Guerrilla. Jay, Marcus y otra pareja salen de un pub y unos policías los agreden sin motivo. La textura descarnada y ocre de la fotografía que funciona no termina de corresponderse con la puesta en escena, con el hecho de puntuar los hechos y de que todo suene demasiado. Al menos en el piloto en el que casi todo gira alrededor de estos personajes.
Logrados secundarios
Más logrados están los personajes más secundarios. De una parte, Kent (Idris Elba) The Wire, Luther, un actor dotado, siempre verosímil haga lo que haga, que juega un papel más ambiguo en la historia, un fotógrafo que no cree en la revolución. Y el jefe de policía Pence Rory Kinnear que lleva esa división secreta contra los negros, pero que tiene una amante negra que le sirve de informante y con la que tiene además un hijo (aunque no se dice). Este personaje sirve para poner de manifiesto otros detalles de por qué este episodio no termina de hilvanar sus elementos.
Después de ver a Pence jugando con el hijo que tiene con la amante negra, aparece conduciendo. Entonces se inserta un recuerdo del personaje con ella en la cama (algo innecesario porque se sabe pese a no verlo) y acto seguido se pone la alianza de casado. Estos apuntes, que se suceden a lo largo del episodio, junto a otros problemas de ritmo, hacen que se pierdan las estupendas actuaciones de los actores y el ambiente de agitación y violencia racial que debía brotar en aquella época y que en Guerrilla pese a que la desmitifica uno tiene la sensación de que lo hace de manera oscilante.
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