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La orla de los presidentes

La orla de los presidentes

Miro las paredesde mi casa y descubro que yo también levanto monumentos a quienes conquistan mi corazón

José Antonio Garriga Vela

Sábado, 11 de marzo 2017, 00:31

Veo las caras de piedra de los presidentes norteamericanos en el Monte Rushmore. Unos rostros diez veces más grandes que el cuerpo de cualquiera de nosotros. Me pongo en su lugar y pienso lo espantoso que resultaría doblar una esquina y tropezar conmigo en tamaño gigante, quizás por temor a que sucediera algo similar comenzó a tallarse la montaña cuando los presidentes ya estaban muertos. Me sorprenden los ojos inmensos con la pupila de granito vigilando a los curiosos. Sus caras en la montaña los hacen eternos. Los visitantes gritan los nombres de los presidentes como si estuvieran vivos. ¡Mira qué nariz más larga tiene Washington! ¿Y Jefferson?, parece que no haya roto nunca un plato en su vida. ¡Qué cara de bueno! ¿Y el bigote de Roosevelt? ¡Menudo mostacho! Lincoln los mira con cara de buenos amigos. Quién sabe lo que están pensando... Si las montañas hablaran.

Yo prefiero las montañas que sugieren historias de amor, fantasías, miedos e incluso venganzas, como sucede también con las nubes que adquieren formas dispares que nosotros bautizamos con nombres que evocan otras vidas. No sé por qué relaciono las caras de los presidentes y los retratos de los reyes con las orlas. Yo no aparezco en la orla de la Facultad de Derecho de Granada, promoción 1978. No sabría explicar el motivo de la ausencia. ¿Tal vez fue una manera de pasar desapercibido?, no creo. ¿Me había gastado el dinero de la orla en los bares?, más probable. ¿Acaso los ácratas éramos enemigos incluso del orden alfabético de las fotos?, sin duda. O quizás tenía muy claro que la carrera había terminado y a partir de entonces comenzaba otra aventura.

Tampoco tengo claro por qué hoy me ha dado por viajar a Dakota y escalar el Monte Rushmore hasta ponerme a la altura de los presidentes. Miro las paredes de mi casa y descubro que yo también levanto monumentos a quienes conquistan mi corazón. Veo rostros impenetrables, hombres menguantes, colegas y estrellas. No cabe duda de que en este planeta ha nacido más de un estrella, aunque Judy Garland merece una montaña aparte. Me estoy planteando poner cara a los accidentes geográficos que rodean esta casa y hacer de guía cuando vengan a visitarme los amigos. Decirles, por ejemplo, ¡Mirad, Moby Dick!, no distinguís la ballena blanca en la cima de La Maroma. Y al otro lado, más allá del mar, en el horizonte, ¿no veis la silueta de África bajo el cielo protector? Y así pienso pasar los días, poniendo nombres a la vida que me rodea, la que permanecerá cuando yo me haya ido.

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