Alberto Gómez
Sábado, 11 de febrero 2017, 00:35
La Medea de Andrés Lima no es una obra de teatro. Tampoco un monólogo ni una lectura dramatizada, como define su sinopsis. Poco importa. Aitana Sánchez-Gijón aplasta enseguida cualquier reticencia con una descomunal exhibición física e interpretativa. Comienza la representación exponiendo las razones por las que regresa a este mítico personaje, un arranque sobrio que no hace sospechar la metralla emocional que aguardan los siguientes setenta minutos. Porque la actriz se convierte en Caronte, en Jasón y también, claro, en Medea; se dobla de dolor, cae al suelo, convulsiona, grita hasta el alarido y pasa tanto tiempo arrodillada que requiere protecciones en las piernas. Todo resulta deliciosamente desmedido, un muro de excesos levantado desde la concepción más pura del teatro. Una actriz y una silla. No había mejor forma de cerrar el Festival de Málaga, y el público que anoche abarrotó el Teatro Echegaray se lo hizo saber con una larga ovación.
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La historia es sobradamente conocida. Después de traicionar a su padre y matar a su propio hermano para salvar a Jasón, Medea es traicionada por su marido. «Me debes un hermano», exclama. Desde la humillación, antes del exilio, cuando está a punto de ser despojada de todo lo que alguna vez deseó, Medea ejecuta la más cruel de las venganzas para terminar con la vida de Creúsa, la nueva esposa de Jasón, y prender fuego a su futuro reino. El mayor acierto de Lima es la búsqueda constante, casi delirante, de la empatía de los espectadores, una tarea laboriosa que Sanchez-Gijón acaba consiguiendo apoyada en una adaptación moderna, heterodoxa pero efectiva, del texto de Séneca: «Por ti he matado y he parido. Yo, tu perra. Tu prostituta, yo. Yo, peldaño de la escalera de tu gloria ungida con sangre de tus enemigos».
Loca de celos, obsesionada por arrebatarle todo a Jasón, Medea decide asesinar también a sus propios hijos. Es el momento más dramático de la función, una tragedia a la que Lima aporta un insólito barniz humano para dibujar un personaje titubeante, atrapado por instantes en su contradicción como madre y mujer ultrajada en busca de revancha, lejos de la Medea convencida de otras versiones: «Ningún crimen lo cometí por odio, sino por amor hacia ti».
Austeridad escénica
La austeridad escénica sirve para subrayar la poderosa interpretación de Sánchez-Gijón, esta Medea vejada pero menos impía que de costumbre que probablemente suponga un punto de inflexión en su carrera, tumbando de forma definitiva las críticas a su supuesto academicismo. La generosidad a la que tiende el texto de Lima, quien en esta ocasión acota sus funciones después de haber participado como intérprete en una adaptación anterior, resulta incuestionable. Todo parece escrito a medida, una concesión que termina creando un espectáculo personal, exageradísimo en su último tramo pero brillante en su conjunto, porque si hay un texto clásico que se preste a la desmesura, incluso a la deformación dramática, ese es Medea, tanto en la obra de Séneca como en la de Eurípides.
Interpretado en versiones anteriores por actrices como Blanca Portillo o Ana Belén, aunque en nuestro país siempre será propiedad moral exclusiva, por derecho, de Nuria Espert, Medea se presenta aquí cargada de locura, más arrepentida que nunca pero desgarradora como siempre. Hoy repite en el Echegaray.
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