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Antonio Javier López
Martes, 31 de enero 2017, 00:11
Cuando pagas el billete en el metro de Tokio, el empleado de la empresa de transportes te devuelve las monedas del cambio con una pequeña reverencia y las dos manos colocadas como si hiciera una ofrenda. En muchas calles de Tokio está prohibido fumar, cada ciertos metros hay grandes ceniceros y si el perímetro está ocupado, quien quiera echarse un pitillo espera su turno hasta encenderlo justo al lado del bidón que recoge las colillas. En la isla de Miyajima los ciervos se comen los mapas de los turistas ante la sonrisa de la población local y en el mercado central de Kioto el suelo está tan limpio como en los mejores anuncios de detergente. Porque quizá sólo una sensibilidad como la japonesa sea capaz de bautizar dibujos de concubinas, de fiestas sociales, de naturaleza salvaje y de luchadores de sumo como pinturas del mundo flotante (ukijo-e).
Un viaje en el espacio, pero también en el tiempo, entre los siglos XVII y XIX, que ahora realiza el Museo Carmen Thyssen Málaga a través de la exposición Japón. Grabados y objetos de arte. La muestra estrenada ayer coincide además con otra que también lleva al espectador hasta paisajes remotos: La ilusión del Lejano Oeste, que hasta el 19 de marzo se asoma a las manifestaciones artísticas que en el siglo XIX se adentraron en aquella tierra indómita.
Latitudes tan distintas como las respectivas sensibilidades. Del antropocentrismo occidental al panteísmo oriental, de la pompa al «arte oculto», como lo definió ayer el director del Museo de Bellas Artes de Bilbao, Javier Viar. De esta institución proceden los 24 grabados, la pintura y la veintena de objetos que componen la nueva propuesta del Museo Carmen Thyssen. Los fondos llegaron a la institución bilbaína allá por 1954, procedentes de la colección adquirida por José Palacio, un conjunto «insólito» en el coleccionismo privado español, que ahora muestra algunas de sus bazas en la pinacoteca malagueña.
Así, Viar comparó el «intimismo» de muchas de estas piezas frente al afán de notoriedad con el que «papas y reyes» han empleado el arte en la Historia occidental. El director del Bellas Artes de Bilbao puso como ejemplo las tsubas, piezas empleadas para proteger la mano que empuñaba las espadas niponas, o los netsukes, las pequeñas tallas de madera o nácar que servían de contrapeso a las cajas que colgaban en los cinturones de los kimonos. Obras de arte, al cabo, para el deleite apenas de quien las llevaba junto al cuerpo.
Influencia en Occidente
La muestra del Thyssen ofrece varias de esas piezas junto a una selección de grabados y a otra rareza: una pintura sobre seda firmada por Kawanabe Kyosai que representa una irónica escena de luchadores de sumo. De todo ese japonismo se contagió el coleccionista Palacio durante su estancia en Barcelona. Un influjo que compartió con no pocos artistas europeos de principios del siglo XX y que llega hasta la colección del Thyssen de Málaga a través de las obras de Mariano Fortuny, Federico Madrazo, Vicente Palmaroli y Francisco Iturrino, como argumentó la directora artística de la pinacoteca malagueña, Lourdes Moreno.
Un cruce de culturas que cuajó a mediados del siglo XIX, cuando Japón se abrió al mundo con distintos tratados de «Amistad, Comercio y Navegación». No está de más recordarlo, ahora que algunos quieren levantar muros de odio y miedo.
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