juan francisco rueda
Sábado, 14 de enero 2017, 00:19
La obra de Mark Ryden (Metford, Oregon, EE.UU., 1963) es un fenómeno de masas. Esto resulta incontestable. Tal vez, porque, como él mismo afirma, no le teme al kitsch y usa y puede que abuse del sentimentalismo, la nostalgia y la afectación como ámbitos de conexión con el público mayoritario. Su universo está dominado por formas y figuras tan bellas como decadentes; es tan brioso en sus composiciones complejas como lánguido y afectado en otras más sencillas; y posee la solemnidad de lo trascendental, aunque enmascarada en el delirio unas veces, en la carcajada otras, así como, en ocasiones, en cierto mal gusto que responde tanto a ese sentido kitsch como al desarrollo de una carrera vinculada a lo underground, a la conciencia de situarse al margen de la corrección, del decoro y del tabú. En definitiva, un mundo que nos atrae, que aviva la imaginación, al tiempo que puede incomodar por su aura de frialdad y atmósfera tendente al extrañamiento. A crear esa atmósfera ayuda la factura y la maniera de su pintura, extremadamente pulida. La densidad de su universo, con innumerables citas y con un relato grueso, actúa tanto como atractivo la curiosidad y el asombro como barrera dada su complejidad. No en vano, Ryden no deja de construir una alegoría acerca del origen de la existencia, de la creación de nuestro planeta y de los riesgos que corre éste, así como, a través de numerosas vanitas, de la vida y de la muerte.
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Esa frialdad y distancia que provocan en ocasiones sus obras se manifiesta, quizás de manera más palpable, ante muchos de sus personajes femeninos que remiten a iconografías como la de Venus o la bíblica de Susana y los viejos, reformuladas a lo largo de la historia del arte con numerosas variaciones. Estos personajes tienen un evidente carácter infantiloide que bordea lo siniestro y puede generar cierto rechazo y malestar. Frente a ellos puede brotar el recuerdo de algunas de las mujeres-niñas de un maestro como Balthus, con su carga implícita de erotismo, lo que nos hace recordar también aquella expresión de «placer glacial» que acuñara Mario Vargas Llosa para referirse a muchas de las escenas recogidas en los primeros libros de Bataille, considerados eróticos y en ocasiones protagonizados por jóvenes. Ciertamente, el canon de muchas de esas figuras (cuerpos estilizados de anatomía blanda) remite a Balthus y su inquietante imaginería. Sin embargo, no es la única referencia que duerme en sus telas. Puede ser el caso de The Magic Circus (2001), un delirante escenario circense cruzado por infinidad de criaturas que puede recordar el trasiego de una obra maestra balthusiana como La calle (1933).
Un aspecto extremadamente singular y hasta cierto punto paradójico de la pintura de Ryden, que de por sí está cargada de dialécticas y antagonismos, es la alusión doble a la historia de la pintura, y por ende al arte hecho en Europa, y su reafirmación del imaginario norteamericano y su absoluta vinculación con tendencias y actitudes desarrolladas en su país natal, en el que reside y trabaja. Sin embargo, en ese ejercicio de revivalismo, de singladura por la pintura consistente en recuperar distintos periodos, existe una suerte de coherencia interna. Esto es, esas citas heterogéneas poseen, por decirlo metafóricamente, un mismo grupo sanguíneo; o dicho de otro modo, un aire de familia, un aliento compartido. De este modo, los guiños evidentes al Gótico, al Barroco, al Manierismo, al Romanticismo, al Rococó, al Simbolismo, al Modernismo o al surrealismo, proyectados en categorías estéticas representativas de éstos como el capricho, lo pintoresco o lo grotesco, evidencian una suerte de sentir común y permiten que hablemos, al modo en el que lo hizo Eugenio dOrs en su capital estudio Lo barroco (1935), de cierta genealogía barroca de todos estos estilos. Es decir, de un posicionamiento, marcado por lo fantástico, desmesurado, delirante, turbulento, excesivo y pasional, que se enfrenta la claridad, armonía y orden de lo clásico. Esto da la medida de la falta de prejuicios y la absoluta libertad que tiene el artista para pintar citando numerosos estilos históricos, pero, al mismo tiempo, el sentido y la razón de ser de esas elecciones. No debemos olvidar, en alusión a la descripción de su trabajo como «surrealismo pop», que los artistas, literatos y teóricos del surrealismo, en los años veinte y treinta del siglo pasado, defendieron muchos de los periodos citados como una suerte de antecedentes del surrealismo emergente.
Frente a la suma de estilos históricos (europeos) que se concitan en sus obras y que permitiría que describiéramos a Ryden como un artista revivalista o revisionista, los lazos con el imaginario norteamericano son evidentes. Un ejemplo de ese revival que nos ofrece es la inclusión de escenas e iconos que aluden a la genealogía o la fundación de su país (la conquista del Oeste o la presencia hegemónica de la figura de Lincoln), coincidente con cierta evocación nacional que hicieron en los años treinta algunos pintores regionalistas, como Thomas Hart Benton. Ese aire goticista que poseen algunas de sus imágenes ha de ser entendido también como una vinculación con un estilo que fue tomado con consideración de nacional (neogótico) en los siglos pasados. Precisamente, un regionalista como Grant Wood, con una obra mítica como American Gothic (1930), en la que aparece una pareja de granjeros ante su goticista casa rural, evidenció esa esencia patria. En cualquier caso, lo gótico adquiere una dimensión mayor en la obra de Ryden; esto es, no es solo cita a un pasado o vinculación a una tradición (nacional). Para ser más precisos, su universo inquietante, oscuro, denso, enigmático, decadente y siniestro se puede poner en relación con el género gótico, que quedó inaugurado con la novela El castillo de Otranto (1765) de Horace Walpole.
No podemos dejar de señalar el lazo con otros desarrollos del arte norteamericano. Debido a esa adscripción como surrealista pop debe señalarse cómo en los años sesenta y setenta se comienza en EE.UU., de la mano del ya octogenario Peter Saul, a sintetizar el Pop y el surrealismo. Justamente, el carácter desabrido y bizarro de la pintura de Saul resulta ser una avanzadilla de la Bad Painting norteamericana, marcada por un vivificante mal gusto y carácter indecoroso. De ésta, a modo de derivación, llega el kitsch y la retroalimentación con lo popular de autores norteamericanos como Jeff Koons o el propio Ryden. Una buena muestra de ello es Saint Barbie (1994), pieza que demuestra, tras una irónica representación piadosa, cómo el kitsch puede poseer, según sea enunciado, cierto componente crítico.
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