Borrar
Piezas de la Colección Loringiana que dan paso a la sección de Arqueología.
Caja de resonancia

Caja de resonancia

Recoger y proyectar amplificado en forma de discurso. Así funciona el Museo de Málaga, un espacio en el que los ecos de muchas historias resuenan fuertes y poderosos

JUAN FRANCISCO RUEDA

Martes, 13 de diciembre 2016, 00:44

La necesidad de buscar metáforas que encierren, gracias a la potencia de la palabra, lo que es o en lo que se convierte el Museo de Málaga en su nueva sede del Palacio de la Aduana, tras dos décadas de exilio interior, con un discurso museológico nuevo y con un porcentaje elevadísimo de piezas no vistas, nos conduce a pensar en él como una caja de resonancia. Un ámbito que recoge y acoge el acervo artístico, los gestos que se dieron no sólo en su contexto más próximo para que, de este modo y en su seno, queden amplificados y resuenen fuertes y penetrantes. En esa figurada caja de resonancia se acumulan los ecos del pasado, que son convenientemente modulados para componer el relato que nos transporta y en el que acabamos reconociéndonos.

Cuesta disociar en este caso el análisis del museo como suma de colecciones y fondos lo que se expone y cómo se muestra y el continente, la Aduana. Esto es debido a distintas razones. Por un lado, gracias al valor del edificio y a la ambición de su recuperación y transformación, estableciéndose diálogos afortunados entre piezas y marco en algún caso el espacio otorga una dimensión inesperada a obras de por sí sobresalientes. Por otro, resulta difícil, también, obviar la consideración simbólica del edificio como aspiración ciudadana, como logro conseguido mediante la reivindicación articulada por la plataforma La Aduana para Málaga. Pero, sobre todo, es imposible esa disociación ya que la Aduana, un imponente edificio de rigor neoclásico y rotunda volumetría, iniciado a finales del siglo XVIII según trazas de Manuel Martín Rodríguez y acabado en el siglo XIX, queda afortunadamente musealizado, adquiriendo un valor absolutamente protagónico.

En la planta baja, cuyo patio se abre ahora a la ciudad, pudiéndose decir que ésta ha ganado una nueva plaza, se comienza a arrojar luz sobre el edificio y el solar sobre el que se asienta, devenido yacimiento arqueológico. Así, a través de distintos paneles de información, de reproducciones de la mítica vista de Anton van den Wyngaerde (siglo XVI) y otras más recientes, se hace constar los cambios producidos en la ciudad a lo largo de distintos momentos históricos. Ello se ve reforzado con la posibilidad de ver, a través de un suelo transparente, los cimientos del palacio neoclásico y un tramo de la muralla medieval. Ese afán por musealizar el edificio y el lugar se refuerza con la presencia de la Dama de la Alcazaba, estatua romana del siglo II, aparecida a finales del XVIII durante los trabajos para la construcción del edificio.

El sentido de la visita aconsejaría continuar por la sección de Arqueología, en la segunda planta. Justo aquí, y al margen de la recuperación de la cubierta a dos aguas que se perdió en el incendio de 1922, observamos la dimensión del trabajo de los arquitectos encargados de la rehabilitación y adecuación: Fernando Pardo Calvo, Bernardo García Tapias y Ángel Pérez Mora. El paradigma es el vestíbulo donde se sitúan parte de los mármoles de la Colección Loringiana, un imponente espacio conseguido al eliminar parte de la tercera planta, creando, por tanto, un ámbito de gran altura bañado por la luz natural y en el que, como en distintos lugares, dialogan la fabrica original con los materiales empleados en la nueva construcción. Es, sin duda, uno de los puntos de mayor intensidad anímica del recorrido. Tanto que, ante las colosales matronas sedentes y ante el aluvión de piezas arqueológicas de distinta época, situadas en una suerte de espina que puede rodearse, podemos experimentar una sensación cercana a lo sublime: cierto vértigo y sobrecogimiento, tanto como un sentimiento de finitud frente a algunas piezas monumentales que nos empequeñecen, como ante el tiempo contenido en esos restos diversos. Uno no puede evitar allí, en ese hueco abierto casi como una basílica, pensar en esos personajes minúsculos ante los restos del pasado que Piranesi introducía en sus grabados de la Roma Antigua.

El inicio de ambas secciones (Arqueología en la tercera planta y Bellas Artes en la segunda) sitúan al espectador en la Málaga del XIX y, concretamente, ante ejemplos de coleccionismo y de desvelo por el patrimonio que nutren, conforman y suponen el origen de la colección del museo. Son los casos de los Loring, con su formidable colección arqueológica, y de la Academia de San Telmo, la cual, además de su propio patrimonio pictórico, se convertiría en garante de los bienes que genera una ciudad conventual como Málaga durante los distintos procesos de desamortización. Así, en la sección de Bellas Artes encontramos piezas (artesonados, por ejemplo) procedentes de los conventos de Santa Clara y la Merced. Y junto a esas colecciones, en un ejercicio de revisión de la propia conformación de la colección del museo, que remitirá a distintos episodios históricos, se suman otras como la de la Sociedad Malagueña de Ciencias, el gran conjunto de Bernardo Ferrándiz o el vastísimo de José Moreno Villa.

A este respecto, debemos advertir una de las muchas virtudes del plan museológico. Obviamente no es el fin de la visita, y no se evidencia de manera manifiesta, pero el discurso no toma sólo al propio Museo de Málaga como objeto de musealización a través de sus vicisitudes históricas y colecciones, sino que subyace un continuo cuestionamiento si no redefinición de las posibilidades y del sentido, histórico y actual o diacrónico y sincrónico, de la institución-museo. Son numerosos los argumentos que, de soslayo, sin afán de ser arrogante y reclamar la mirada, se van sumando en el recorrido. Tanto que, en ocasiones, aflora la noción de meta-museo.

El discurso museológico, como se puede intuir de lo anterior, destaca por la densidad de registros y la multitud de capas de información. Las piezas actúan como introductoras de distintos relatos. De hecho, además de por su valor artístico, parecen responder a la idoneidad para afianzar un tema o narración. En cualquier caso, el relato medular es la capacidad para explicar la historia de Málaga. Esa línea o secuencia se conforma mediante la suma de episodios concretos mientras que, en paralelo, se desarrolla una serie de temas adyacentes de manera que se construye un relato poliédrico con distintos niveles de complejidad. En ocasiones, frente a lo ortodoxo y a lo historiográfico de las grandes vitrinas o módulos que marcan la espina dorsal del recorrido, numerosos paneles suman microhistorias, curiosidades o leyendas para ser, así, explicadas científicamente. Se vislumbra un museo que se da más y mejor, que acoge voces dispersas y las enfunda en una levita de rigor, acompañándolas de los bienes que atesora y, en un doble movimiento, acerca distintas cuestiones al público sin necesidad de rebajar ni abusar de paternalismos. A diferencia de lo anterior, algunos de esos temas adyacentes resultan indagaciones acerca de aspectos puramente científicos, como ocurre al abordar la labor del Instituto Arqueológico Alemán en las pioneras excavaciones del yacimiento fenicio de Trayamar.

Así, ambas secciones se configuran como una suma de episodios o apartados con numerosa información. En ese discurrir sobreslen diferentes recursos pedagógicos y audiovisuales que, en algunos casos, vienen a contextualizar y ampliar los marcos y a profundizar en aspectos concretos. Asimismo, ayudan a dar una imagen más completa de los vectores de creación que se desarrollan en la ciudad en algunos momentos, como el vídeo dedicado a la revista Litoral, o respecto al propio museo como centro de la más temprana recuperación de Picasso en Málaga, tal como se aprecia en el vídeo dedicado al Legado Sabartés. Pero otros muchos recursos, más tradicionales como maquetas, dioramas y cartografías activas, ayudan a recrear espacios desaparecidos y a precisar la evolución de la forma urbana de la ciudad.

Las obras que nos guían por las secciones de Arqueología y Bellas Artes suponen una efectiva reconciliación con la historia de la ciudad y un incomparable ejercicio de reconocimiento. La sección de Arqueología resulta apabullante, tanto por número de obras como por la importancia de muchas de ellas y la envergadura de otras, como la Tumba del guerrero o de Jinetes (siglo VI a.C.), con su ajuar funerario; las matronas romanas sedentes; o el mosaico, también romano, de El nacimiento de Venus. En la sección de Bellas Artes, tras algunas estimables piezas de maestros como Ribera, Murillo, Mena o Fernando Ortiz, desembocamos en una estructura que, articulada en recreaciones de espacios expositivos del siglo XIX, presenta los destacadísimos fondos de pintura de dicho siglo. Los distintos espacios se consagran a géneros y conceptos que ilustran el desarrollo del arte en aquella centuria, auspiciando que exista un continuo diálogo entre lo local y las corrientes nacionales. Como ejemplo serviría el del malagueño Reyna Manescau como vedutista veneciano. Es éste el momento del reencuentro con algunos de los iconos del museo y de descubrir otros que ahora lucen en todo su esplendor, como Y tenía corazón de Simonet o El milagro de Santa Casilda de Nogales. Tiempo, igualmente, para calibrar la escuela pictórica local, robustecida por la pujanza de aquella urbe industrial. Autores malagueños o vinculados a la ciudad, como De Haes, Ferrándiz, Simonet, Nogales, Denis Belgrano, Moreno Carbonero o Sáez, entre otros, sobresalen. Sin embargo, y junto a piezas exquisitas como las de Labrada, debemos reseñar la contundencia y diversidad de las numerosas piezas de Muñoz Degrain, las cuales evidencian la talla y los caminos de modernidad que recorrió el artista. Ya en el siglo XX, destaca el conjunto de Moreno Villa, figura que se afronta a través de muchas de las facetas de su personalidad (poeta, historiador del arte, traductor) y que nos acerca numerosas estribaciones del arte de vanguardia español. A él se unen en las aportaciones al Arte Nuevo autores como Ponce de León, Joaquín Peinado u Óscar Domínguez, precedidos por escultores como Julio Antonio y Emiliano Barral. Picasso, por su parte, se visibiliza mediante obras de sus primeros años y otras de la mediación del siglo en adelante, destacando su postrera Cabeza de mosquetero. La renovación artística de la segunda mitad del XX cuenta con una numerosísima representación, en la que destacan los nombres de Chicano, Brinkmann, Francisco Peinado y Barbadillo. Si las piezas del XIX consiguen presentar con rotundidad la escuela pictórica local, muchas de las que se enmarcan en la renovación artística de los cincuenta a los setenta, consiguen trasladar unos rasgos característicos de la pintura hecha en Málaga en aquel momento. Cronológicamente posterior, otro grupo de creadores que avivaron la escena local en los ochenta, como el colectivo Agustín Parejo School o Joaquín de Molina también tienen presencia.

El recorrido y el discurso se cierran con un nuevo ejemplo de musealización de la institución y sus vicisitudes, concretamente con todo el movimiento ciudadano que, hace 20 años y en la calle, reclamaba la Aduana como sede del museo. El eco de aquellas reclamaciones, como en un ejercicio de justicia poética, resuena hoy orgulloso en esta caja de resonancia que es el Museo de Málaga.

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

diariosur Caja de resonancia