Mosaico romano. Detalle de 'Nacimiento de Venus', de la segunda mitad del siglo II d.C.

El arca malacitana

Al concluir la visita, las maravillas que pueblan las galerías del museo le habrán revelado todo lo que necesita saber sobre la ciudad donde vive y no conoce tanto como pensaba

JUAN FRANCISCO FERRÉ

Lunes, 12 de diciembre 2016, 01:21

El visitante lo percibe en cuanto atraviesa el umbral del Museo de Málaga y se adentra en la arquitectura neoclásica del Palacio de la Aduana. Los ojos del museo se abren para recibir la luz. Cada ojo ostenta el signo de una luz distinta. Los miles de ojos del museo se miran entre sí antes de posarse en el visitante. El visitante adivina pronto la verdad. Los ojos del museo tienen secretos. Secretos que solo le contarán al visitante al final de la visita, cuando sus ojos sean los mismos ojos del museo cuyo logo paradójico es una jaula cuadrada con una apertura hacia la libertad de la mirada.

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Desde el vasto patio, donde se asoma por curiosidad antes de emprender la travesía, el visitante anticipa muchas de las visiones que va a tener cuando se atreva a subir las majestuosas escaleras del edificio. El ojo geométrico del patio escurialense de la antigua aduana le permite mirar por última vez el cielo malagueño con inocencia. Al concluir la visita, las maravillas que pueblan las galerías del museo le habrán revelado todo lo que necesitaba saber sobre la ciudad donde vive y no conoce tanto como pensaba.

Historia(s)

El visitante no recordaba que una ciudad como Málaga, emblema de la modernidad meridional, pudiera ser tan antigua como demuestran las salas consagradas a la arqueología de sus orígenes. No hay nada viejo en una ruina o en un resto, todo es contemporáneo de la mirada que descubre la belleza inusual de los objetos y las estatuas, las tumbas y los ajuares, los mosaicos y las vasijas, las armas y las joyas. Todo vestigio es para el visitante un signo de la vida en el tiempo, indicios de un pasado que no termina de pasar, dejando rastros perennes, surcos en la memoria.

Así se suceden ante sus ojos incrédulos las matronas sedentes, diosas de lo cotidiano que se dejaron la cabeza atrás en un descuido, faunos mutilados por los puritanos y una Venus también decapitada y manca, un Baco adosado a una pilastra y el rostro achatado de Epicuro, el filósofo hedonista cuyo busto debió presidir más de una fiesta orgiástica en las suntuosas villas romanas de Malaca. El visitante se queda atónito, sin embargo, ante una escultura híbrida (ibera y romana) en su extrañeza estética: un oso feroz, desfigurado por la erosión de la piedra calcárea, sosteniendo entre las fauces una masa amorfa que solo la cornamenta identifica como un carnero muerto.

El primer asentamiento fenicio de la península ibérica tuvo lugar aquí, en Malaka, como descubre el visitante mientras se detiene asombrado ante la enigmática tumba del guerrero de nacionalidad incierta. Según la hipótesis más probable se trataría de un oscuro mercenario griego enterrado, con su ajuar de muerte, un puñado de secretos y todos los honores militares, en un hermético sepulcro de tamaño natural. Expuesto en una vitrina como un valioso trofeo de guerra, el casco corintio deteriorado por el embate de los siglos y la acidez del suelo, una imagen impactante de la antigüedad, no se parece en nada a los cascos prefabricados de las películas de sandalia y peplo.

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Pero los romanos imprimieron una huella imperecedera en la idiosincrasia local, como confirman los tres mosaicos emblemáticos presentes en la siguiente galería: Belerofonte matando de un tajo a la Quimera, el nacimiento marino de Venus, rodeada por una fauna que celebra el fervor venéreo de sus habitantes, y, aún más extravagante, un Baco erecto adornado con un vistoso sombrero de flores. El visitante imagina sin esfuerzo que la afrodisíaca salsa de pescado ('garum') y las sabrosas salazones en vasijas que daban un carisma marítimo a la industria malacitana bajo fenicios y romanos debieron financiar estos caprichos decorativos de motivos mitológicos que adornaban las lujuriosas estancias de los cónsules y mercaderes de la ciudad o los templos devotos.

Para descubrir la singularidad musulmana el visitante no necesita mucho más que contemplar las murallas de la Alcazaba, pero si aún alberga dudas sobre los peculiares modos de vida o la ubicación exacta de la urbe árabe de Malaqa, gran capital andalusí, tiene la oportunidad única de interrogar los vestigios islámicos que se conservan en abundancia en todas estas salas: la preciosa orfebrería, la delicada alfarería, la sublime loza dorada, de fabricación tan original como fastuosa apariencia.

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Mucho antes de este gran momento de civilización y cultura, en el paleolítico, anduvieron por estas tierras resecas y rocosas los neandertales, viniendo como inmigrantes ilegales del África profunda, como mucho después los mauritanos, en tiempos de los romanos, a saquear las ciudades y los campos. Escenario de conflictos múltiples desde remotas eras, el visitante entiende la bipolaridad esencial de Málaga como producto de sus enfrentamientos seculares. A tenor de lo visto en el esplendor histórico de estas salas, las dos ciudades, la ancestral y la cosmopolita, con todos sus contrastes y diferencias, pueden ser una sola, cara y cruz de la misma moneda acuñada con metales nuevos y antiguos desde la prehistoria hasta hoy.

Iconos

Nada más ingresar en las salas dedicadas a las Bellas Artes, el visitante escucha atento la opinión de una profesional informada. Esto es mucho más que un museo de pintura, le dice. Es la expresión de la voluntad política y económica de la clase burguesa malagueña tras la desamortización. El visitante verifica en vivo su tesis sobre la esquizofrenia de la ciudad. El cuadro de Bernardo Ferrándiz que abre la exposición sirvió para decorar el techo del Teatro Cervantes. Más que una alegoría acartonada de la ciudad es la representación del deseo decimonónico de sus élites de construir una Málaga moderna, comercial y próspera y, al mismo tiempo, mecenas de las artes. Ni más ni menos que ahora.

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Pasando con indiferencia ante las reliquias y antiguallas académicas y la pintura antigua, el visitante transita por las salas en pos de las señas de identidad específicas de la escuela malagueña. Las marinas, por ejemplo, con los espectaculares naufragios del gran especialista Emilio Ocón ('La última ola'), las luminosas escenas de pesca costumbrista, las melancólicas imitaciones de Turner y la mole icónica del Peñón del Cuervo retratada por Guillermo Gómez Gil y recogida en una instructiva instalación que recrea la técnica impresionista y los aparejos precisos de la pintura de este género tan ligado a la fascinación visual del litoral malagueño.

Viendo 'El charlatán político' de Bernardo Ferrándiz, donde un demagogo gárrulo de la época abruma de argumentos grandilocuentes a una audiencia iletrada pero hastiada de discursos vacuos, el visitante comprueba que ciertas nociones populares del presente podían ya representarse en el pasado con mucha gracia goyesca.

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Más perdurables sensaciones le causan, sin embargo, los sugestivos cuadros de Antonio Muñoz Degrain: un gran pintor que pasó de los fulgores del impresionismo valenciano, como en el folclor nocturno de la curiosa moraga en las playas de la Caleta, al simbolismo wagneriano y la pintura prerrafaelista de paisaje y leyenda, color y mitología, sin perjudicar a su talento ni perder un ápice de originalidad artística.

Como preveía, el visitante alcanza el éxtasis estético contemplando la obra maestra de Enrique Simonet. El enorme cuadro tiene dos títulos: uno puesto por el pintor con neutralidad moral ( 'Anatomía del corazón') y otro impuesto por los innumerables admiradores que lo han transformado en el icono popular de la colección ('¡Y tenía corazón!'). El título es lo de menos, piensa el visitante. Cada uno interpretará su contenido como le plazca con tal de filtrar el impacto inconsciente de la imagen. A su lado, otro visitante menos sutil señala la fuerza física de la desnudez de la modelo tendida en la mesa de disección. Uno de los grandes desnudos de la pintura española, según dice, donde no abundan. La prostituta de exuberante cabellera pelirroja posee un cuerpo portentoso que ha vuelto locos a sus clientes, apostilla. El forense, tras realizar la autopsia, descubre la verdad desnuda de la prostitución. La frialdad egoísta del trato comercial y la falta de amor. Esa mujer joven deseada por todos no fue amada por nadie. Esa guapa meretriz de belleza escultural tenía que morir para ofrecer sin censura su cuerpo inerte a la mirada cómplice de la ciencia y la pintura. El médico y el pintor, desde perspectivas disímiles, observan el mismo cuerpo hendido en el pecho y cubierto por un lienzo de discreción pero no ven lo mismo. Como tampoco el espectador, conmovido o escandalizado. El amante, sin embargo, la devora con los ojos, de la cabeza a los pies, sin poder devolverla a la vida.

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Para recuperarse tras el choque emocional del careo con el impresionante cuadro de Simonet, el visitante se distrae en la sala contigua contemplando homenajes sensuales a la belleza femenina en plena vitalidad, como la resplandeciente tela de Beltrán Masses que capta en todo su poder de seducción mundana a la princesa de Kapurtala, la bailarina malagueña Anita Delgado, que volvió majara de amor a un maharajá.

El visitante se adentra después en las salas más modernas del museo, en cuyas paredes reluce la admirable obra de José Moreno Villa, dando libre curso a una visión tan avanzada como refinada del arte que combina la belleza primitiva de los tótems irracionales y la temática onírica y surreal de los tabúes inconscientes.

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Y Picasso. En Málaga no puede uno nunca olvidar a Picasso. El visitante siente siempre la imperiosa necesidad de preguntarle a Picasso antes de pronunciarse sobre cualquier asunto. Ya sea divino o solo humano, desnudo o ataviado, como aquí, con el disfraz de mosquetero del sexo viril. El gran Picasso del que tantos museos de la ciudad natal exponen su arte transnacional.

No por casualidad, la pieza más solicitada en el extranjero, le dice otra voz informada al visitante, es obra de Ruiz Picasso. No es un cuadro inmenso sino un dibujo diminuto (pastel sobre cartón) del artista adolescente: una felicitación navideña de 1895 dirigida a Muñoz Degrain en que la mano maestra del pintor del 'Guernica' acertó a retratar a su progenitor resfriado, vuelto de perfil y envuelto en una manta militar a cuadros, con un exótico turbante otomano ceñido alrededor de la frente para disipar la calentura. Picasso, como Mozart, fue un genio precoz, pero vivió la infancia del arte, a diferencia del compositor austriaco, hasta la vejez del cuerpo.

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Y todo el arte posterior, piensa el visitante mientras recorre en solitario las otras salas con curiosidad insatisfecha, le rinde tributo o profana su legado creativo. Los iconoclastas locales también tienen un protagonismo merecido en la colección del museo malagueño.

EXIT

Y cuando el visitante está a punto de salir por el portón de la antigua aduana advierte que al otro lado está el mar, azul y blanco, como siempre estuvo, una imagen imperecedera de la eternidad. Y comprende entonces que el contenedor del museo flota en la superficie del tiempo hacia el futuro, cuando los ojos de un nativo que aún no ha visto la luz se abran para admirar todas estas maravillas malacitanas. Y el visitante vuelve a sonreír, contento, iluminado. Y se detiene, sintiendo el balanceo del mar bajo sus pies, inmovilizado por el peso de todo lo que ha visto y ha quedado tras él.

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