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maría teresa lezcano
Domingo, 27 de noviembre 2016, 01:04
Estrecho de Magallanes. 27-11-1520
El veintisiete de noviembre de 1520 nacía oficialmente el estrecho de Magallanes, fecha en que el navegante portugués Ferñao de Magalhaes descubrió la ruta que conectaba los océanos Atlántico y Pacífico, si bien el paso natural situado en el extremo sur de Chile comenzó a gestarse una barbaridad de años antes, ochenta barbaridades de millones de años para mayor precisión, y es que en nuestra inconsciente cotidianidad hablamos de muchísimos años para referirnos a cualquier acontecimiento de un pasado personal que consideramos lejano cuando lo cierto es que en la memoria planetaria ha sido un suspiro tan reciente y tan leve que ni siquiera ha llegado a arañar ni el tiempo ni el espacio.
El caso fue que el marino Magallanes descubrió su estrecho homónimo, previamente descubierto aunque no denominado de origen, por los indígenas aonikenk o tehuelches, que Ferñao, recientemente reconvertido en Fernando, recalificó, en su afán descubridor y rebautizador, como patagones. Los aonikenk o tehuelches o patagones llegaron al estrecho de Magallanes cuando Magallanes no era ni siquiera un proyecto de espermatozoide universal, hace unos doce mil años, que tampoco es moco de pavo antártico, aunque los primeros hombres blancos que estrechamente se instalaron en la angostura de Magallanes lo hicieron de manera involuntaria, cuando un temporal lanzó una carabela española contra los arrecifes de Bahía Posesión.
Los 192 supervivientes del naufragio decidieron que ya habían surcado suficiente mundo y se quedaron a verlas venir, a la vez que venía a verlos a ellos la leyenda de la Ciudad de los Césares, poseedora de riquezas inenarrables que, habiendo sido fundada por los náufragos españoles, permanecería rodeada de una niebla impenetrable que la oculta a los ojos de los viajeros y enaltece su condición de lugar mítico también conocido como El Dorado, que lo mismo te lo sitúan en Ecuador que en Perú que en Colombia. Es lo que tienen los mitos, que son muy viajeros y muy viajados ellos.
Eugene Gladstone O'Neill. Del 6-10-1888 al 27-11-1953
Cuatrocientos treinta y tres años después del nacimiento por descubrimiento homónimo del estrecho de Magallanes, moría, en la habitación 401 del bostoniano hotel Sheraton y asfixiado por el abrazo neurodegenerativo de un Párkinson en fase terminal, Eugene ONeill. El dramaturgo estadounidense, galardonado con el Nobel de Literatura y ganador en cuatro ocasiones una de ellas a título póstumo del Pulitzer, introdujo en el teatro americano un realismo dramático que exploraba las partes más sórdidas de la condición humana, a menudo entroncado en sus propias experiencias: hijo de una madre morfinómana y rica y de un padre alcohólico y más pobre que las ratas de los teatros en los que actuaba, Eugene fue enviado a los siete años a un internado católico en el que sólo la lectura le permitió sobrevivir; después fue actor, buscó oro en Honduras, se enroló como marinero, cayó en una depresión en la que el alcoholismo siempre era on the rocks, se tropezó con la tuberculosis y finalmente se puso a escribir en el Greenwich Village, donde entabló amistad con la radicalidad política, siendo uno de sus huéspedes más habituales John Reed, fundador del Partido Comunista de los Estados Unidos.
Mientras todo eso iba sucediendo, ONeil iba encadenando matrimonios hasta el número primo de tres, encontrándose un buen día con la sorpresa de que su hija Oona, fruto de su segundo enlace, se había casado, con apenas diecisiete años, con Charles Chaplin, que ya no cumpliría los cincuenta y cuatro y que había sustituido en el corazón de Oona a un joven Jerry Salinger, después conocido como J.D. Salinger, guardián entre un centeno que le negó la inclusión en la familia ONeill. Eugene llamó sádico al yerno provecto y quimérico del oro, y maldijo y desheredó a Oona, enquistado el rencor hasta el extremo de que cuando murió, diez años más tarde, no se había reconciliado con la hija díscola cuyo matrimonio con Chaplin por cierto duró treinta y siete años hasta la muerte del cineasta y engendró ocho hijos. Como dijo el propio Chaplin, Lord Charles, a fin de cuentas, todo es un chiste.
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