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Cada imagen es un ‘collage’ con fotografías tomadas por él en una misma ciudad.
Estratos y márgenes

Estratos y márgenes

Las imágenes de Miguel Ángel Tornero, deudoras de un sentir y un posicionamiento que recorren toda su trayectoria, parecen metáforas del funcionamiento o de la lógica de las ciudades

juan francisco rueda

Sábado, 6 de agosto 2016, 00:50

Cada vez más, muchas ciudades sus centros históricos se configuran como escenarios relucientes, como platós en perfecto orden de revista para los visitantes. Fachadas que ocultan a veces la propia ciudad, su versión menos brillante pero más real y extendida, lo cual dispara las tensiones y las diferencias entre zonas de las propias urbes. The Random Series de Miguel Ángel Tornero (Baeza, Jaén, 1978) no aluden explícitamente a ello, pero los múltiples pormenores que el fotógrafo atrapa en sus batidas urbanas, junto al tratamiento informático mediante el cual esos numerosos fragmentos pasan a reconfigurarse en una imagen, arrojan cierta noción de lo precario y de lo marginal.

Cada imagen fotográfica es un collage en el que se dan cita fotografías tomadas por él en una misma ciudad durante su rutina (Madrid, Berlín y Roma), durante derivas que acomete. De este modo, las fotografías resultantes son estratos de una misma ciudad e instantes del creador. Tornero emplea un software que provoca un error al recomponer las fotografías que selecciona para cada una de las obras finales. Ese error consciente supone incorporar el factor azar. Ello, unido a la naturaleza de esos fragmentos visuales que recolecta en sus paseos, generalmente elementos y rincones sin singularidad alguna e incluso desclasados y vulgares, generan un resultado final opresivo y que dista mucho de lo pulcro. Esa aceptación del azar, de lo orgánico y lo erróneo en la unión de elementos descontextualizados, así como de una estética de lo inhóspito y desabrido, suponen, en cierto modo, una réplica de la lógica de las ciudades como organismos vivos en constante modificación y abiertas a situaciones (los errores del software) que escapan de la planificación. The Random Series son, por así decirlo, no sólo imágenes crudas de la ciudad en sus márgenes, sino metáforas del funcionamiento o de la lógica de la vida urbana. En cierto modo, traducen, como ya señaló Georg Simmel a principios del siglo XX, el intercambio apresurado de estímulos que se da en el entorno metropolitano. Pero también ilustran la actual voracidad por captar fotográficamente cualquier elemento por insulso y anecdótico que sea; acumulamos, innecesariamente, archivos en las memorias de nuestras cámaras digitales y móviles, generando material prescindible que podría considerarse, en correspondencia con algunos registros de Tornero, como «basura».

A la intemperie

  • Adrenalina bendita

  • Hace apenas un mes criticábamos en estas páginas la exposición individual de Alejandro Castillo (Melilla, 1992) en la Facultad de Bellas Artes de Málaga (My lovely forbidden rooms). En aquella ocasión advertíamos el apabullante despliegue de posibilidades formales y lingüísticas que desarrollaba el joven pintor. Tantas que nos preguntábamos cuántos pintores reúne Castillo, pues había conjuntos de obras sumamente distintos entre sí, lo que nos empujaba a convenir que lo que subyacía en ellos era un mismo modo de estar y obrar una absoluta libertad, una manera desprejuiciada de actuar respecto a la pintura, así como un incontenible carácter lúdico. Del mismo modo, destacábamos, a la luz de las más de 100 piezas expuestas, que Castillo prestaba una atención extrema a traducir plásticamente lo rutinario, lo intrascendente y a lo que no le prestamos la menor de las atenciones en nuestra cotidianeidad, otorgándoles el valor de lo que perdura a través de la imagen pictórica. Si aquella era una exposición de aluvión, fiel con ese espíritu de Castillo, la de Columna JM obvia ese marasmo y atiende a una serie de obras que, sin desdecir a ese artista libre y sin complejos, lo vienen a acotar o depurar. Cierto aire narrativo parecen adquirir las cerca de 50 pinturas que se exponen, aunque cualquier intento de atisbar un posible relato es infructuoso. A diferencia de las vistas en Bellas Artes, éstas se centran en la pintura paisajística y en escenarios de exterior. Ello le permite que la exuberancia y lo indómito de su pintura tome cuerpo en muchas referencias naturales, que en lugar de estar pintadas parecen estar moldeadas con pintura, ser, así, bajorrelieves en lugar de imágenes. Entre algunas de las escenas se cuelan citas a obras de la historia del arte, como Le déjeuner sur lherbe de Édouard Manet, aunque se halla más cercano a algunas de las recreaciones que Picasso realizó de la obra del maestro francés. En cualquier caso, la imaginería que emplea Castillo está saturada de figuras tratadas de manera ingenuista, grotesca y de acciones obscenas.

Esa especie de universo de lo marginal, es decir, de lo que se halla en los márgenes, ajeno a una condición central sobre la que recae el interés y que obliga al decoro, la brillantez o la pulcritud, ha sido un tema recurrente en el trabajo del fotógrafo. Resulta imposible no sentir ante éstas una sensación muy próxima a la que sentía hace una década ante las imágenes con las que Tornero irrumpió en la escena artística nacional. Persisten esa inquietud y azoramiento que producían aquellas fotografías, muchas veces insondables. Como persiste ese interés por complejizar, hasta llegar al conflicto, la propia imagen fotográfica, por dotarla de cierta atmósfera lúgubre e impenetrable por la densidad, opresión o misterio. El collage se ha convertido para Tornero en una metodología facultada para ello y que vino a sustituir a los contrastes lumínicos y fogonazos de luz que empleaba al principio de su carrera. Un procedimiento que, a su vez, viene a subvertir cierta condición documental de su fotografía urbana, eludiendo lo evidente, rompiendo lógicas y fomentando ilusiones: una puerta que se abre, quizás, a lo latente y que agudiza sensaciones y estados de ánimo. En Collage! Courage!, casi a finales de la década pasada, asumió su uso agresivo y poco autocomplaciente, apostando por una estética de lo anómalo. Progresivamente ha ido reformulando el empleo del collage, generando variaciones y sabiendo incorporar, como en su anterior serie, Camino a Cortijo Maravillas, otra noción fundamental de su trabajo: la deriva, el paseo, el recorrido cotidiano.

En ocasiones, las obras resultantes adquieren una inusitada correspondencia con el espíritu de las ciudades en las que toma esos fragmentos. Esto ocurre especialmente en una de Roma y en otra que capta la fachada norte del madrileño Oratorio del Caballero de Gracia. Pareciera como si la mirada de Tornero no sólo sumara elementos rutinarios, sino que atendiese a ciertos pormenores, ya sea por puro olfato o con absoluta conciencia de las vicisitudes de lo fotografiado, que se ajustan al sentido de construcción, deconstrucción y reconstrucción de sus collages digitales y de las propias urbes. En el caso del oratorio, Tornero capta la fachada que se ve desde la Gran Vía y que ha de realizarse en 1916, en un lenguaje absolutamente distinto, a raíz de la apertura de esta popular arteri, lo que obligó a reformar el ábside y a derruir varias dependencias. A través de esa pantalla-fachada, que fue vuelta a reformar entre 1989 y 1991 construyendo un arco, se asoma la cúpula y el ábside del edificio de finales del XVIII, conformando una suma heterogénea, un verdadero collage que ilustra las transformaciones y las capas que acumula lo urbano. Lo urbano se prefigura como colmatación de la historia. Tanto como sus fotografías. El caso de Roma parece replicar prodigiosamente el espíritu de acarreo de la ciudad, de aprovechamiento de lo anterior que genera esa singular basculación entre ruina y grandeza o entre melancolía y orgullo.

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