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José Antonio Garriga Vela
Sábado, 2 de julio 2016, 01:50
He visitado la casa de James Joyce en Dublín, las casas de Franz Kafka en Praga. Me he sentado en silencio al lado de Samuel Beckett y Marguerite Duras en el cementerio de Montparnasse. También estuve celebrando con Julio Cortázar los cincuenta años de Rayuela, brindamos con vino y luego dejé la botella sobre las marcas de tiza dibujadas en el suelo. Hice un viaje especial para ir a ver a Albert Camus en Lourmarin, junto a la lápida que señala las dos fechas más importantes de su vida: 1913-1960. «Cuarenta y siete años, nada más» dije, como si le echara en cara que nos hubiera dejado. Me repitió que «perder la propia vida es una nimiedad, pero perder el sentido de la vida, ver cómo desaparece nuestra lógica, es insoportable. Es imposible vivir una vida sin sentido». Me quedo con ustedes, es el epitafio que escribió Jean Cocteau antes de reunirse con su amiga Édith Piaf, que hacía sólo unas horas se había ido para siempre. Fui también a Larache para ver el lugar donde por fin descansaba la bomba Genet, como lo llamaba Cocteau. Lo sorprendí mirando el mar en el cementerio español y su ausencia me sugirió la belleza de los hundidos. Nací y pasé la infancia y adolescencia en el mismo piso bajo de calle Muntaner en el que compartieron taller Santiago Rusiñol y Enric Clarasó, desde entonces me visitan los fantasmas en mi casa de Málaga. Me levanto en medio de la noche y me cruzo por el pasillo con Eleonora Duse, Isaac Albéniz, Amadeu Vives, Maragall, Ramón Casas, Joan Cerdá, Sánchez Ortiz, y muchos artistas más que estuvieron en las mismas habitaciones que yo habitaría algo más de medio siglo después. En el taller de sastre de mi padre, Rusiñol no pintaba nada, necesitaba estar al aire libre. La memoria regresa en cuerpo y alma. No sé por qué esta obsesión por citarme a solas con los que no están. Sigo evocando las marcas de los besos sobre el recuerdo de Oscar Wilde en el cementerio de Pere Lachaise, cuando aún no estaba el cristal que hoy lo protege, como si la devoción y el amor fueran una peligrosa epidemia. Wilde se fue casi a la misma edad que Camus. Una mujer me acompañó a ver a Lezama Lima en la necrópolis de Colón en La Habana. Lo encontré solo con su familia, apartado del mundo; al contrario que Alejo Carpentier. Viajé a Cuernavaca siguiendo los pasos de Malcolm Lowry y brindé por él con tequila y mezcal en las cantinas por las que anduvo buscando lo que nunca consiguió encontrar. Y también en México fui a visitar al amigo más íntimo, Juan Rulfo, el hombre ensimismado que me enseñó a dialogar con los fantasmas. No veía cosas de aquí, veía cosas de otra parte. Me dijo que nadie ha recorrido el corazón de un hombre. Fui con él a Comala y estuve con los vivos y los muertos, como todos estamos siempre, a veces sin darnos cuenta.
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