IÑAKI ESTEBAN
Jueves, 31 de marzo 2016, 01:13
Jeff Koons no admite improvisaciones. Siempre aparece en las fotos de la misma manera, con la misma sonrisa, los brazos abiertos y las rodillas levemente flexionadas. Desde mediados de los años ochenta, el artista utiliza las mismas palabras en las entrevistas: confianza, aceptación, seguridad. Da lo mismo que hable de su serie 'Banalidad', la de Michael Jackson con su mono Bubbles, como de sus fotos pornográficas con Cicciolina: las palabras fetiche acaban siempre por aparecer. También cuenta la misma historia sobre su aprendizaje del sentido estético de la vida en la tienda de decoración de su padre en York, Pensilvania.
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Lección asimilada de Andy Warhol y en parte de Joseph Beuys: el artista-personaje forma parte de la obra, o de la mercancía. Las vanguardias aspiraban a unir arte y vida. Ahora, en la cultura de la celebridad y la industria global del arte, lo que manda es que la persona sea indisociable del producto y de su marketing.
Todo este planteamiento no procede de algún crítico con ganas de desmontar una vez más la figura de Koons. Al contrario, se encuentra en un texto del catálogo de la exposición dedicada en 2015 al artista estadounidense en el Guggenheim Bilbao por firmado por Isabelle Graw. Es decir, que el propio artista le ha dado el visto bueno y le ha parecido que explica sus posiciones. No hay nada que esconder. El mercado manda y las técnicas 'marketineras' actúan como herramientas.
Graw desbroza este planteamiento en su libro titulado '¿Cuánto vale el arte? Mercado, especulación y cultura de la celebridad' (editorial Mardulce). Según la autora alemana, profesora de la Escuela de Arte de Fráncfort, el mundo del arte se ha transformado en los últimos veinte años en una industria multinacional del entretenimiento gobernada por unos cuantos poderosos galeristas y sus clientes.
El 30% de las exposiciones en los museos estadounidenses dedicadas a artistas individuales proceden de creadores representados por cinco galerías: Gagosian, Pace, Marian Goodman, David Zwirner y Hauser & Wirth. Son los mismos que venden a los superricos con un precio que depende de la fama del artista, de su edad y del tamaño de la pieza. De esta manera se evitan cuestiones espinosas como el valor intrínseco o la calidad de la obra.
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Obras de arte y artículos de lujo se diferencian sólo, según Graw, en que las primeras aún necesitan una legitimación intelectual, si bien los críticos y los profesores ya no pintan nada en comparación con el poder de los coleccionistas, que prestan en bloque a los museos precisamente para legitimar y dar lustre a sus colecciones, aunque la tendencia apunta a que ahora están creando sus propios centros para evitar ese incómodo filtro.
El arte se convirtió desde los años setenta en una inversión segura dentro de una economía sometida a las corrientes desreguladoras y a la consiguiente volatilidad financiera. Por eso subieron los precios de las obras. En especial de aquellas con el marchamo de clásicos modernos, más resguardadas de las oscilaciones, como las de Picasso, Gauguin, Cézanne y otros maestros de la vanguardia.
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Poco después empezaron a influir otros elementos más ligados a la fama mediática como las listas de los artistas más caros o más 'fashion', lo que hizo que el mercado virase hacia lo contemporáneo y se contaminase de la volatilidad y la especulación.
Al artista Damien Hirst se le puede considerar una marca con un valor multimillonario capaz de vender cualquier cosa, desde tazas a calaveras forradas de diamantes, gracias a que es una de las mayores celebridades artísticas del mundo. Su famoso tiburón en formol le costó ocho millones de euros a otro personaje famoso, el financiero Steve Cohen, que por 155 millones de euros vendió 'Le rêve' de Picasso a otra 'celebrity', Steve Wynn, el que más casinos tiene en Las Vegas.
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Pero el nivel de famoseo puede bajar como la espuma sobre todo si ha subido en poco tiempo, tanto en la tele como en el arte. No es lo mismo invertir en Hirst que en Van Gogh. El británico tiene más riesgo. Según informaba 'Bloomberg Businessweek', que recogía datos de 'Artnet', las obras de Hirst adquiridas entre 2005 y 2008, en su pico de cotización, se habían revendido en los años siguientes hasta 2012 con una bajada media del 30%.
Además, un tercio de las más de 1.700 piezas sacadas a subasta no se han vendido y pesa sobre ellas el título de 'quemadas', según la terminología del mundo del arte, muy parecida a la del negocio inmobiliario, que emplea esa palabra para las propiedades que se sacan al mercado y siguen en él sin compradores. No es aventurado pensar que el gran volumen de transacciones del artista en los años de sus altas cotizaciones se debió a la afluencia del capital especulativo; y su pérdida de valor, al intento de vender a la desesperada.
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Los 'warhols' de Abu Dabi
Pero hay otros coleccionistas que no pierden la cabeza y que son ellos los que quieren imponer los precios para protegerlos de la volatilidad especulativa. Por ejemplo, los Mugrabi. Según relata Don Thompson en su libro 'La supermodelo y la caja de Brillo. Los entresijos de la industria del arte contemporáneo' (editorial Ariel), Jose Mugrabi, de unos 75 años, emigró de Jerusalén a Bogotá a los 16 años, para ayudar a su tío en sus negocios relacionados con la moda. A los 22 empezó con su propia fábrica de telas y enseguida se hizo rico. Se casó y tuvo dos hijos.
Como Bogotá era un país peligroso por los secuestros, y tenía que ir siempre con guardaespaldas y en coches blindados, se marchó a Nueva York. En 1987 compró sus primeros cuatro 'warhols' -versiones de 'La última cena' de Da Vinci- por 131.000 euros cada uno. Hoy el conjunto costaría entre 3,5 y 5,5 millones.
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Jose Mugrabi y sus hijos, Alberto y David, poseen el mayor número del 'warhols' del mundo, excepción hecha del museo dedicado al artista en su localidad natal de Pittsburgh. Por eso le interesa que los precios del rey del pop permanezcan altos. La familia real de Abu Dabi les hizo una oferta de «varios centenares de millones de dólares» por sus 15 mejores 'warhols', destinados al Guggenheim del país árabe. Ellos pidieron 500 y no se concretó la venta.
A los Mugrabi les gusta comprar y vender. No tienen ningún problema con eso. Lo que no consienten es que bajen los precios de sus propiedades. Cada vez que hay una subasta con obras de los artistas bien representados en su colección, van y pujan aunque no tengan siempre la intención de comprar, para que el monto final no sea demasiado bajo.
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El marchante californiano Richard Polsky mostró su interés a Sotheby's por un cuadro de la serie 'Flores' de Warhol con un precio estimado de un millón de dólares. En la casa de subastas le dijeron que los Mugrabi estarían en la sala porque no permitirían que la adjudicación bajara de los 1,5 millones. Y así fue. El patriarca llegó con sus vaqueros, su camiseta negra y su gorra de béisbol. Pujó hasta ver la cantidad deseada. Entonces se retiró. «Que no haya bajadas beneficia a otros coleccionistas de 'warhols' y también al mercado en general», consideró el coleccionista.
de las exposiciones en los museos estadounidenses dedicadas a artistas individuales proceden de creadores representados por cinco galerías: Gagosian, Pace, Marian Goodman, David Zwirner y Hauser & Wirth.
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