Picasso y Cela forjaron una amistad por encima de diferencias ideológicas y colaboraron en varias ocasiones.

Cela y Málaga, cien años después

Su peculiar amistad con Picasso y un libro sobre el «cipote de Archidona» marcan la relación con la provincia del Nobel, que este año habría cumplido un siglo

Alberto Gómez

Lunes, 25 de enero 2016, 00:24

Camilo José Cela habría cumplido un siglo este año. Le hizo falta menos, bastante menos, para alcanzar la cima de la literatura mundial, no digamos ya española. Fraguó una imagen pública rocosa, quizá heredada del entronque de raíces gallegas por vía paterna e inglesas por la madre, que su obra desmiente. Sus libros descubren a un hombre compasivo, capaz de sangrar también en heridas ajenas, y empático con las miserias y contradicciones humanas de las que él mismo, y quién no, cayó preso una y otra vez. Un premio Nobel y títulos como La familia de Pascual Duarte, la novela española más traducida después de El Quijote, o La colmena coronan su trayectoria, de una vastedad que hace enmudecer, parecer ridículo, cualquier intento de compendio.

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Durante sus 85 años, el genio gallego cosió su biografía a Málaga en varias ocasiones, aunque la más peculiar fue la relativa al conocido como cipote de Archidona. Cela quedó tan fascinado por la anécdota que llegó a dedicarle un libro y un guión cinematográfico. Al Nobel le llegaron «rumores ahogados por demasiada confusión», como le hizo saber al poeta Alfonso Canales, sobre lo sucedido en un cine de la localidad malagueña en 1971, cuando una joven masturbó a su pareja con un resultado tan contundente que el episodio acabó convertido en todo un escándalo público, sanción incluida. Canales le aclaró las consecuencias del asunto mediante una carta: «Los espectadores de la fila trasera, y aun de la más posterior, viéronse sorprendidos con una lluvia jupiterina, no precisamente de oro».

El cruce de misivas continuó y Cela, asombrado por la potencia del mozo, propuso que la Diputación rindiese «homenaje de ámbito nacional al dueño de la herramienta, espejo de patriotas» y que aquella masturbación fuese «exaltada literariamente como una epopeya de la raza». El autor de Pabellón de reposo continuó investigando al respecto y de su pluma salieron varios poemas y un libro titulado La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona, publicado en 1977. Una sentencia de la Audiencia Provincial que condenaba a la pareja a dos meses de arresto mayor y al pago de 10.000 pesetas por un delito de escándalo público aumentó el interés de Cela y destapó más detalles, como que el hombre era natural de Loja y no de Archidona «lo que va a ocasionar una disputa entre Málaga y Granada, provincias muy enfrentadas ya por otras emulaciones» y que «la despiadada catarata» causó desperfectos en la ropa de dos espectadores después de que el hombre eyaculara «de cuchara, esto es, hacia atrás y por encima de la cabeza, como chutaba Zarra», delantero del Athletic.

El interés del Nobel por este asunto traspasaba lo anecdótico, el jocoso intercambio de comentarios con otros escritores, para señalar una de sus grandes obsesiones: el lado timorato de un país en el que siempre consideró que «es mayor el número de los escandalizables que los escandalizadores». Vida y obra se confunden en Cela, que organizó su escritura en torno a una rigurosidad por momentos inasumible. Todo en su vida era filtrado por la literatura, también el episodio de Archidona. El de Iria Flavia se revolvía cuando contemplaba el amateurismo de algunos colegas «Somos un país de aficionados» y no admitía excusas: «Con frecuencia pude hacer más veces lo que quise que lo que me dejaban hacer; todo es cuestión de aferrarse a una idea o a un sentimiento y no cejar ni un solo instante en el firme propósito de no abrir la mano jamás».

Las críticas a España nacían, en realidad, de una pasión profunda por su tierra. En Madrid conoció a Pedro Salinas, Miguel Hernández, María Zambrano y Max Aub, y ya de joven abordó todos los géneros, desde la novela a la poesía o el ensayo. En la posguerra editó sus primeras publicaciones y a la vez trabajó como censor de revistas y diarios, una labor a la que siempre restó importancia, alegando que se trataban de hojas volanderas sin interés. Le costó encontrar editor para La familia de Pascual Duarte, paradójicamente su mayor éxito, un drama sin concesiones que adelantaba el tremendismo de obras posteriores.

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Cela disfrutaba alimentando polémicas que engrosaban su personaje y despistaban a la izquierda, que observaba con recelo su raíz conservadora, y a los fascistas, indignados por la amistad que mantenía con comunistas como Alberti o Picasso. En 1974 fue nombrado presidente del Ateneo de Madrid y dimitió antes de tomar posesión del cargo como signo de protesta por la ejecución del anarquista Salvador Puig Antich. En respuesta, el oxidado aparato franquista sacó del cajón un documento en el que Cela, con 21 años, se ofrecía como delator. Aquella puñalada marcó cruelmente buena parte de la biografía del gallego, que tras el Nobel, recibido en 1989, comenzó a prodigarse en ambientes hasta entonces insólitos para un escritor de su talla.

Más allá de esos vaivenes, hay un Cela, el autor de Viaje a la Alcarria, Cristo versus Arizona o Mazurca para dos muertos, el fundador de Alfaguara, el viajero que escribió que por la cuneta «el asfalto es duro y caliente, y estropea los pies», que despierta algo parecido a la unanimidad.

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