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Antonio Javier López
Domingo, 13 de diciembre 2015, 23:56
Tenía 24 años y sabía lo que quería: una puesta de sol con las figuras a contraluz en una obra monumental. Primero le puso el título, La bendición de los campos, y después, empezó a pintar. Esto último lo hizo Salvador Viniegra en Roma, allá por 1886. Luego el cuadro viajó a Cádiz y a Budapest hasta recalar en Madrid, merced a la obtención de una medalla de Bellas Artes. La distinción le abrió la puerta del Museo del Prado, donde ha regresado para curar las heridas del tiempo antes de volver a Málaga para exhibirse en el palacio de la Aduana como una de las piezas más notables del museo provincial, cuya reapertura después de casi dos décadas almacenado se plantea para el próximo año.
La bendición de los campos (1887) figura entre el centenar de piezas de las colecciones del Prado que el Museo de Málaga tiene en depósito. «Es una obra monumental, de unas dimensiones muy importantes, pero también de una gran ambición artística», adelanta el Jefe de Restauración de la institución madrileña, Enrique Quintana, quien sirve de guía hasta la cuarta planta de la ampliación del museo.
Allí la luz natural entra por los ventanales desde el claustro de los Jerónimos incorporado a la pinacoteca. Los especialistas trabajan en silencio, con una suerte de serenidad a medio camino entre el taller de artesanía y la mesa del quirófano. Y así, en horizontal, descansa el cuadro de Viniegra, que de esa guisa casi engaña al espectador en el primer vistazo. Ayuda tomar perspectiva el armazón desmontable, elaborado en dos piezas de madera de pino que espera su turno. La estructura tiene 3,47 metros de alto por 5,98 metros de largo. Es el nuevo bastidor del cuadro, desperezado ahora después de estar 18 años enrollado en un tubo.
Las dimensiones las dice de memoria Lucía Martínez, especialista en restauración de pinturas de gran formato del siglo XIX en el Museo del Prado. También ha recitado la historia de la obra y de su autor como si se tratase de la vida de alguien conocido desde hace tiempo. Martínez se acaba de bajar del cuadro, en el sentido literal. Estaba de rodillas sobre un trozo de espuma plástica, examinando con delicada minuciosidad cada centímetro del lienzo, lo acaricia como a un animal lastimado, como a un ser querido.
La enorme tela de Viniegra preside el taller donde da la bienvenida La gallina ciega (1778) de Goya. Más allá, la restauradora Linda Cabrero mima La adoración de los Reyes, un tríptico pintado por El Bosco en 1495. Y al fondo luce Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando (1573-75), de Tiziano. Algunas de las obras reposan sobre estructuras metálicas mecanizadas en uno de los escasos guiños tecnológicos de la sala. En el caso del lienzo que podrá verse en el palacio de la Aduana, su cura tiene más que ver con materiales como el lino belga, el papel japonés, la cola calentada al baño María, una plancha doméstica y algunas placas para ejercer peso sobre la tela. «Somos herederos de una tradición que ha funcionado. Los aciertos del pasado son nuestras certezas», defiende Martínez con el bagaje que dan más de dos décadas como restauradora en el Prado.
Un reto por delante
Martínez y su equipo trabajan desde hace un mes en el lienzo de Viniegra. «Su estado de conservación puede considerarse estable, no es dramático, pero necesita diversas actuaciones», resume la especialista, que cuenta para este «reto» con la colaboración de Natalia Martín, becaria de la Fundación Iberdrola, y Carla Enrique, becada en el programa FormARTE del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
«Esta es la mejor obra de Viniegra que tiene el Museo del Prado», sostiene Martínez, que reivindica La bendición de los campos como «un cuadro de una gran entidad». Al fin y al cabo, del centenar de obras del Prado que permanecen en depósito en el Museo de Málaga sólo han pasado por los tallares de la pinacoteca madrileña este lienzo y otro de los grandes reclamos (no sólo por tamaño) del museo de la Aduana: Flevit super illiam, el impresionante lienzo de Enrique Simonet de tres metros de alto por cinco y medio de largo, que ya ha curado sus heridas en las manos expertas del equipo de restauradores del Prado.
La obra de Viniegra todavía luce las cicatrices del largo tiempo almacenada en unas condiciones que han demostrado no ser las más adecuadas. Porque el enorme lienzo ha estado 18 años enrollado con la pintura hacia adentro, cuando las actuales técnicas de conversación recomiendan que ese almacenamiento se haga con la capa de óleo hacia afuera. «Así el esfuerzo al que se someten tanto la tela como la pintura es menor», aclara.
El resultado de esa larga hibernación en mala postura es un oleaje de pliegues en la parte inferior del cuadro y un largo surtido de pequeñas brechas en la mitad superior. ¿Por qué? Lo explica Martínez: la zona superior está pintada con «blanco de plomo» sin barnizar, lo que se traduce en una superficie más rígida y, por tanto, más propensa a quebrarse. Por el contrario, la parte inferior está pintada al óleo y después barnizada y ambos procesos favorecen la flexibilidad de ese fragmento, que se ondula pero no se quiebra.
La restauración de la pieza enfila su primera fase, centrada en la fijación de los colores. «e trata de asegurar la unión adecuada entre la capa pictórica y la tela», acota Martínez, que realiza buena parte de esa tarea sobre el lienzo, colocando papel japonés impregnado en cola calentada en un cazo. «Trabajamos del centro hacia los bordes para que la presión que vamos ejerciendo vaya alisando la superficie hacia afuera», añade la restauradora.
Un delicado equilibrio
«Debemos mantener siempre el equilibrio entre el estrés al que sometemos el cuadro y el beneficio que podemos obtener de esas acciones», mantiene la especialista en pintura del XIX, que trabaja en «estrecha colaboración» con el departamento del museo centrado en ese periodo y a cargo de Javier Barón y Ana Gutiérrez.
«Tenemos que darle al cuadro lo que el cuadro necesita. Ni más ni menos», zanja Martínez. Y lo que necesita La bendición de los campos pasa por descansar en horizontal para que los trabajos se realicen de la forma menos agresiva.
El siguiente paso consistirá en darle la vuelta, aún en horizontal, para reparar los daños en la tela («ninguno de gran importancia») y colocar las bandas de tensión que alisarán la superficie. Ahí entra en juego en lino belga «fino y sin nudos» que las restauradoras añaden al perímetro del lienzo, castigado por los diferentes procesos de clavarlo y desclavarlo del bastidor.
El momento más delicado llegará justo con la colocación de la tela en su nueva estructura. «Es lo que más me preocupa», admite Martínez con gesto serio. Y ya en vertical, la especialista y el resto del equipo procederán a la limpieza de la parte inferior, quitando los distintos barnices ya amarilleados y colocando una nueva capa protectora. «Lo voy a limpiar sin que el cuadro se entere», desliza Martínez.
Y mira el cuadro con un cariño que para sí quisiera cualquiera.
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