Poesía verdadera

Es un libro de voz personal, del ‘yo’ en su expresión lírica más exacta, sin concesiones

Antonio Garrido

Sábado, 5 de diciembre 2015, 01:35

Una de la funciones del texto literario es provocar reacciones en el lector. Esta perturbación es un rasgo básico de la obra artística porque no se trata de un hecho natural sino el resultado de la elaboración de la materia prima, en este caso la palabra. Hasta en las más descabelladas propuestas existe un mínimo de manipulación, no es el caso. Estamos ante un libro muy importante, ante una confesión y un ajuste de cuentas.

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Reconozco que el libro de Infante me ha conmovido el ánimo como hacía mucho que no pasaba. Quizás me voy haciendo más duro de roer; sin embargo, desde el primer poema al último he sentido la amarga belleza de estos versos, la profundidad del dolor que de ellos se desprende y el humanísimo discurrir de nuestra tragicomedia, de la peripecia de cada cual. Me identifico con el texto y sus esquinas, con sus ángulos y esferas, con su sinceridad, con su aparente sencillez estilística, con su debacle de ruinas y desengaños.

Es cierto que los territorios del desengaño son los únicos a los que se llega con la plena libertad de una vida gastada en el ejercicio cotidiano que diría Borges. El tiempo es eje que vertebra el libro. No el tiempo abstracto ni el tópico literario. Se trata del tiempo existencial, el real, el que se va demorando en la destrucción inexorable del cuerpo. No hay distanciamiento, hay exposición ante el lector. Es el tiempo ácido que nos va dejando en osamenta, en el ángulo oscuro de una habitación desconocida y amenazadora.

Es un libro de voz personal, del yo en su expresión lírica más exacta, sin concesiones. Los años tiene un «paso implacable» y nos lleva a las: «arrugas, flacidez, / deterioro total por todas partes, los ojos apagados / y sin brillo». El cuerpo anterior es el espacio para la memoria, supone una tensión, una oposición de extremos porque el cuerpo de hoy no es el original: «Parece un cuerpo nuevo / pero deshecho y desgastado como si fuera / viejo». No es posible reconocerlo, es dolorosamente extraño y lo más trágico, lo terrible es que permanecen: «¿El deteriorado y viejo o el que yace dentro de él, / aún con la curiosidad y el corazón despierto?».

La imagen barroca del muerto convertido «en ceniza y en humo» mantiene toda su eficacia, toda su potencia. No existe aceptación, no existe consuelo. Tiempo y amor en el verso: «El amor mata. Lo cantó Freddie Mercury. / Y cayó fulminado». Fue un tiempo de música y de sueño bendecido por la cocaína. Lo que llamamos arte no salva: «la inutilidad del artista para cambiar el mundo () la impotencia de luchar contra el tiempo». Suplicar a Dios es esfuerzo vano porque se suplica a la nada, al sueño de una divinidad cruel que nos sacrifica con una palabra: destino. Hubo esperanza, inocencia, belleza y un descubrir poco a poco que estamos presos en una ratonera de la que no nos saca ni la noche y su mundo.

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La noche es un espejismo de baile, de cuerpos que se encuentran, que se ocupan, se invaden, del alcohol y el relente de la madrugada. En la pista de baile, en su espacio de luces, parece que estamos seguros y hasta aparece la palabra «alegría» pero: «El mundo que está fuera, continúa / mísero y triste y el hambre y la injusticia / siguen reinando en todas partes».

Tiempo, amor y devastación que se enumera y que adquiere una estirpe de nobleza cuando recuerda que sus padres le dejaron: «También la fortaleza ante la adversidad, la dignidad / y una cierta manera de vivir con generoso empeño». El examen de la vida lleva al puerto de la desmemoria, donde arribó la madre. Un gran libro. Me ha estremecido «Después de la tristeza». Léase.

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