Roma novelada

maría teresa lezcano

Domingo, 29 de noviembre 2015, 09:36

Existe en las noveladas calles romanas de Alessandra Lavagnino una cronología de las emociones que comienza en la Via Flaminia, lugar donde nació y vivió su primera infancia Marzia, la narradora y protagonista del libro, y cuyo recuerdo no va más allá de «una inmensa impresión de luz blanca, como de un lucernario, y largas ménsulas a media altura con muchísimas jaulas de pájaros ruidosos», y concluye, tres décadas más tarde, en la Via dei Serpenti, donde no hay pájaros vivos sino serpientes de estuco, y en cuyo último piso ha crecido el hombre del que está enamorada. Entre ambas ubicaciones, hay una vida de topónimos asociados a cada momento transitado: la Via Petro Cavallini en la que residía la abuela, «pequeñísima y como sin cuerpo», y desde cuya ventana la narradora vio una tarde de su niñez, suspendido en el cielo del patio de luces, el dirigible Zepelin; la plaza Cavour, en cuyos jardines nunca jugaba porque los otros niños eran mayores y Elide, la sirvienta que la acompañaba, temía que le hicieran daño; Ponte Garibaldi, donde en verano tomaban la línea Roja para ir a Ostia «tengo miedo del olor del mar. Mi madre me desviste en el calor obtuso de la caseta; una carrera con los pies descalzos por la pasarela de losetas de cemento duro, una carrera sobre la arena que abrasa, y después mi madre me alza y me lleva en brazos, siempre a la carrera, al agua, manteniéndome en alto, y allí donde el agua le llega a ella a la altura del pecho me sumerje de golpe, porque así debe ser, así es como sienta bien, y el mar me entra en las orejas como mil padacitos de vidrio que entrechocan, en los ojos todo luz fulminante y turbión, hasta que me alza de nuevo y me aprieta contra sí riendo, pero yo tengo miedo todavía»; Trinità dei Monti, en cuyo hotel vivía con su madre su amiga Claudia, cuya fiesta de cumpleaños resultó tan irreal como la narradora la había imaginado; Santa Severa, donde pasaron el verano de 1939 y 1940 y perdió el apetito y el sueño y se sorprendió de que el sol no se hubiese oscurecido; Via Marianna Dionigi, la casa familiar de Roma donde su madre tenía asimismo el despacho en el que ejercía la abogacía «ocurre lo mismo con la casa que ya no está: espacios, muros, superficies reconocibles a mi tacto, interruptores que todavía sabría encontrar a oscuras; materia que ya no existe, que ya no es materia: memoria ya»; El Cantinone, enorme caserío sobre cuyo suelo de viejas tablas de madera húmedas de vino y escupitajos, cambiaban los cupones de racionamiento por algunos trozos de pan y de queso; Regina Coeli, la prisión donde encerraron a la madre de Marzia por formar parte de una organización que fabricaba documentación falsa para ayudar a los judíos a escapar; Via Cavour, donde tenía la consulta el especialista que intentó paliar la tartamudez de la narradora «las pensaba, y las palabras, una a una, se me quedaban quietas como obstáculos, y tras un espasmo en la garganta y cuatro tragos de saliva, congestionada, me detenía»; el Luntovetere, bajo cuyos plátanos y falsas acacias en flor arrastraba el temor de no estar a la altura de las expectativas maternas «quiere que me convierta en alguien como ella, y no es posible, no soy capaz, no soy capaz, pobre de mí; los abogados litigan, litigan siempre hablando, hablan, hablan»; las avenidas, aún recientemente arboladas, del Policlínico donde comienza a cursar ciencias químicas «las horas del día, que repartía entre mis viejas calles y las nuevas, se nutrían de un contraste atrevido, exultante»; Ariccia, donde la enfermedad de la madre evoluciona del malestar a la sentencia, de plazo inconcreto aunque tan certero como el ciclo de las estaciones, y cuyo diagnóstico había certificado la propia enferma haciéndose análisis de sangre en secreto y consultando la enciclopedia médica «Lo recuerdo todo de aquel tiempo: las vanas curas intentadas, las aplicaciones de rayos que la dejaban postradas, y después las improvisadas, cada vez más breves, recuperaciones».

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Un libro conmovedor en el que el sentimiento de culpa sobrevuela la memoria narrativa como un ave carroñera que acecha la menor debilidad para lanzarse en picado. Apto para lectores de un grado de exigencia de 7,1 en la escala de Valente (aquí y en Roma).

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