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juan francisco ferré
Martes, 22 de septiembre 2015, 18:39
No se asusten del título. Es un medio para orientarlos en la lectura de esta novela singular, que es, como las ficciones afines del subgénero aludido, un remedio para hacer visible lo invisible: el amor entre mujeres, a uno y otro lado del espejo, la pasión femenina por la variante femenina de la especie. El lesbianismo, un deseo tan antiguo como la poeta griega que consagró versos sáficos a sus tiernas discípulas antes de suicidarse, según la leyenda, despeñándose por un despecho amoroso. Y tan maldito como ciertos poemas de Baudelaire, el primer escritor moderno, precursor de Proust, en evocar sin tapujos las floraciones secretas del sexo entre mujeres libres, cuyo poemario original se titulaba Las lesbianas antes de la censura. Walter Benjamin, analizando el París decimonónico, tildó de heroínas de la modernidad a estas féminas de destino irónico.
Si Patricia Highsmith llegó a ser una novelista superdotada en las tramas criminales con fondo de manipulación emocional, fue debido a la gran cualidad que revela esta segunda novela para el análisis psicológico obsesivo, el examen forense de los maquiavelismos inconscientes de la conducta humana. Como Madame de La Fayette en La Princesa de Cléves, Highsmith entendía, tres siglos después, que para que una ficción afecte en profundidad al lector debe fundarse en una radiografía psicosomática de los sentimientos expuestos.
El amor entre Therese y Carol es así enfocado como una historia neoyorquina de atracción erótica entre dos hermosas criaturas del mismo sexo: una chica plantada en el filo vertiginoso de la veintena (dependienta temporal y artista en ciernes) y una treintañera fascinante (separada de un marido estándar y madre de una niña pequeña) que un día cruzan por azar sus miradas intensas y poco después empiezan a cruzar sus vidas, sus palabras, sus deseos y sus cuerpos en un magma de sentimientos sinuosos y sexo gozoso.
El recurso magistral a los temblores del thriller, la presencia amenazante del detective fisgón, logra transformar el viaje nupcial por la América profunda de las dos mujeres enamoradas en una aventura aún más peligrosa y excitante. La ralentización del momento climático, el suspense casi hitchcockiano en torno a la consumación sexual de la pasión, ese exuberante orgasmo con que la experta Carol desflora sin pornografía a la novicia Therese, no hace sino subrayar con lucidez la resistencia de la realidad a ceder a los imperativos del deseo.
La batalla de amor en el campo de pluma de un hotel de Waterloo donde sus cuerpos desnudos se entrelazan a placer por primera vez tiene como testigo perverso al detective que registra la turbadora banda sonora que incrimina a las dos mujeres ante la sociedad. Este romance prohibido resulta tan escandaloso para los prejuicios comunitarios que la maternal Carol, para procurar un final feliz a su lío con Therese, hija adoptiva y amante furtiva, terminará sacrificando la custodia de su hija.
Frente a las efusiones del pulp lésbico, género de moda en los cincuenta entre millones de americanas insatisfechas, hartas de matrimonios carcelarios y forzadas farsas familiares, Carol se erige en paradigma de sobriedad estilística, rigor narrativo y gran inteligencia emocional en el retrato íntimo de las motivaciones y actos de sus protagonistas.
Describiendo un tórrido idilio, sin embargo, Carol no es tampoco una novela rosa al uso, aunque el amor triunfe sobre las mezquinas restricciones interpuestas por la moral dominante. Esto asimilaría el designio subversivo de Highsmith al amor surrealista y al pensamiento del sumo pontífice André Breton: «Es en el amor humano donde reside todo el poder de regeneración del mundo».
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