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maría teresa lezcano
Martes, 22 de septiembre 2015, 18:54
El comisario Maigret, personaje principal de gran parte de la obra del escritor belga Georges Simenon, investiga habitualmente los casos dependientes del 36, Quai des Orfèvres, sede de la policía judicial de París, si bien su creador no desaprovecha la oportunidad de enviar a su protagonista a cualquier punto de la Francia de entre 1930 y 1960, e incluso a otros países si la ocasión le es propicia. En el caso de El arriero de la Providence, la acción tiene lugar en el canal lateral al río Marne, cerca de Epernay (situado a 140 kilómetros de París), donde Maigret se desplaza para investigar la muerte de una mujer en la esclusa 14 de Dizy. Estamos en la época en la que muchas de las barcazas que surcan los ríos franceses carecen todavía de motor y son arrastradas por caballos. El cadáver, que aparece entre el heno del establo, pertenece a la mujer de Sir Walter Lampson, coronel retirado de la Armada de las Indias. El matrimonio, junto a Willy Marco, amante de la fallecida, y Gloria Negretti, viuda de un diputado chileno y amante de Lampson, viajaban a bordo del yate Southern Cross.
Con estas premisas, Simenon establece su método habitual de trabajo, desplegando una intriga sencilla en su desarrollo y sostenida en la totalidad del texto por la complejidad de los personajes y por la atmósfera casi cinematográfica del relato: una lluvia casi constante cercando un canal rectilíneo sobre y en torno al cual suceden vidas tanto más pintorescas en la forma cuanto que el fondo de todas ellas podría ser fácilmente intercambiable, y una investigación policial entregada a pasos taimados como los de un gato manso, «Se deslizaba sin ruido sobre el agua negra. Pero golpeó tres veces el muro de piedra antes de colarse en la esclusa cuya anchura ocupó por completo». Al timón de la sospecha navega el comisario Maigret, pequeñoburgués de origen campesino convencido de que un policía es un funcionario que ante todo debe realizar concienzudamente su labor. Maigret, cuyo lema es no creo nada, sigue conservando pese a todo una cierta y a veces ingenua fe en el género humano, y su compasión se hace extensiva, no sólo a las víctimas de los casos investigados, sino a menudo a los criminales, «era desgarrador, sin poder decir exactamente por qué. Maigret, a su pesar, hablaba casi con tanta dulzura como la bruselense () y, mientras hablaba, el comisario no cesaba de vigilar al hombre, de preguntarse a quién tenía en ese instante ante él, el médico de antaño, el convicto obstinado, el arriero atontado o finalmente el asesino exacerbado».
Es innegable que Simenon destaca más por los retratos psicológicos de sus personajes y por sus recreaciones de los ambientes frecuentados que por la mera acción, detectivesca en el caso de las novelas de Maigret, o de cualquier otra índole en sus libros temáticamente no policíacos, «atravesó la ciudad sin ver nada, las manos en los bolsillos, y tuvo que esperar cinco minutos al borde del canal porque el puente levadizo estaba alzado y una barcaza pesadamente cargada avanzaba apenas, arrastraba su vientre plano sobre el fondo cuyo lodo subía a la superficie con burbujas de aire». En el caso de la saga de Maigret, el mensaje divulgado por Simenon, quien, ante la reiterada pregunta de «¿qué piensa usted?» responde inequívocamente «yo no pienso nunca», es paradójicamente conciso en su ambigüedad: no existen inocentes y culpables sino culpabilidades que, como la materia, ni se crean ni se destruyen, estableciéndose por el mundo en una cadena azarosamente anárquica y previsiblemente indestructible, «A bordo de La Providence, todo estaba cerrado, silencioso. Los dos caballos, a cien metros de la barcaza, estaban amarrados a un árbol, Y los marinos se habían marchado a la ciudad, a encargar ropas de luto».
Libro apto para lectores de un grado de exigencia de 6, 7 en la escala de Valente (del 0 al 9, aquí y en las orillas del Marne).
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