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Francisco Griñán
Domingo, 15 de febrero 2015, 19:01
«Vengo de una familia humilde, trabajadora y malagueña. Hijo de Andrés y Juani, hermano de Francis, Joseíto y Macarena». La presentación corre por cuenta de Dani Rovira, el actor revelación del cine español. Con su personalidad cercana y su humor contagioso se ha convertido en el hombre de moda, sobre todo después de que el pasado sábado se llevara el Goya por su primera película, 8 apellidos vascos, y fuera aplaudido unánimemente como el salvavidas de una gala que duró más de la cuenta y de lo necesario. Allí estaba con esmoquin y, la mayor parte de las veces, llevando los pantalones de una mediática ceremonia en la que exhibió su excelente capacidad para tutear al prime time, a su paisano Antonio Banderas y al propio ministro de Cultura. Fue la revelación de la noche, aunque en Málaga su legión de seguidores pensaba que aquello, más que un descubrimiento, era la confirmación del talento de ese «chico normal» de la carretera de Cádiz al que todos llamaban Rovi y que le echó mucho cuento a sus comienzos como artista.
Pero antes de ponerse delante del público, los objetivos del futuro artista eran jugar al gori-gori en las calles del barrio de La Paz, ir a clase con sus compañeros del Colegio Rosario Moreno, «pelar la pava» en los bancos del Parque del Oeste si esos asientos hablasen y encontrar su vocación o una de ellas en el Instituto Litoral. Un centro en el que, desde el pasado lunes, el más nombrado es el antiguo alumno Daniel Rovira de Rivas. Allí, como si fuera una premonición de la película que lo ha lanzado a la fama, conoció a su primer apellido vasco, Madinabeitia, que a la postre sería tan determinante como la película de Emilio Martínez Lázaro. «Gracias al profesor Íñigo Madinabeitia estudié Ciencias de la Actividad Física y del Deporte», ha reconocido más de una vez el cómico que, tras el instituto, se matriculó en INEF en Granada.
Piarda con cara de bueno
El inspirador profesor de Educación Física ya no está en el IES Litoral. De hecho quedan pocos docentes que dieran clase antes de 1998, la fecha en la que Rovira ocupaba su pupitre. «Lo recuerdo como una persona viva y despierta, aunque no era un alumno que desentonara o llamara la atención», explica Tíscar Latorre, su maestra de Lengua el último curso. Después de tantos años, las promociones de alumnos se confunden. La maestra se levanta, va a Secretaría y consulta las actas académicas. «Efectivamente, aquí está, en el COU E de Letras mixtas», confirma la profesora que exclama: «¡Sacó buena nota! Y yo en aquel tiempo era más durilla». ¿Y qué nota le pondría tras verlo en los Goya? «Como profesora de Lengua siempre me fijo en la expresión y me pareció un comunicador nato que además posee una agilidad mental formidable. Un 10, sin duda».
De vuelta al despacho, la profesora pasa por un pasillo que viene a ser la galería histórica del centro que, precisamente, el pasado año cumplió un cuarto de siglo. «Hicimos una fiesta que presentó su hermano, Francisco Javier, con el que estuvimos refrescando la memoria», señala la profesora que se detiene y señala unas orlas. Primero están las de riguroso blanco y negro, después las graduaciones en colores. Estamos ante las más antiguas, de finales del siglo XX. «Yo comencé a dar clases en este instituto en 1996, así que tiene que estar por aquí», afirma tras subirse las lentes y buscar con el dedo hasta que en una de las últimas filas asoma un rostro espigado, algo serio y sin barba de tres días. Con cara de niño bueno, vamos. Una cara que, como confesó el propio Rovira, disimula alguna que otra piarda para bañarse en la playa de La Misericordia, apenas unos metros más abajo del insti. Unos chapuzones que el ahora artista ha sabido reconvertir en un humor fresco y espontáneo. Tíscar Latorre vuelve a ponerse las gafas y dice lo que está pensando: «¿Sabes lo que me gusta de él? Que hace feliz a la gente».
Sus orígenes como artista no estuvieron en las academias de interpretación. «Mi escuela fueron los bares, café-teatros y salas en las que me daba a conocer como cuentacuentos», recuerda Daniel Rovira de su etapa pretelevisiva. No obstante, alguna clase sí que dio. Concretamente un taller para contar historias en la que no tardó en destacar. «Se veía desde el principio que tenía alma de artista... de artistón», asegura Javier Lozano, copropietario de la Tetería El Harén que organizó y albergó aquel cursillo allá por 2001 «si la memoria no me falla» al que se apuntó un Rovi diferente, «con melena y cola larga». «Vimos que era tan bueno que le propusimos que actuara los miércoles», explica Paco Portillo, la otra mitad de esta tetería y aficionado también a subirse al escenario. Lozano recuerda una actuación «histórica» que hizo Rovira de El zapatero remendón. «La gente no podía parar de reír», rememoran estos hosteleros con debilidad por la cultura, que tuvieron al entonces cuentacuentos como uno de los artistas fijos hasta el año 2005.
Eran los años de INEF y piso de estudiante en Granada, otra de las ciudades fundamentales de su trayectoria sentimental junto a Oporto Erasmus mediante y Madrid, donde desembarcaría en 2008 y donde hoy tiene su cuartel general. «Amo Málaga y Granada y la calidad de vida aquí no es la misma, pero en la balanza también cuenta cumplir los sueños», explica Dani Rovira desde la capital de España para después apostillar: «Además Madrid me está gustando y, al fin y al cabo, no es Transilvania ni Moscú. Estoy cerquita». Y tanto, sobre todo, porque el AVE es un paseo comparado con los centenares de miles de kilómetros que le hizo a sus coches de segunda mano, entre ellos un Citroën con el que compartía denominación de origen: modelo Picasso. Aunque después del sábado y para los restos Dani Rovira será el chico del Opel Kadett. Solo hay que preguntar en Google por su auto... aunque lo último que se sabe es que duerme en el garaje de Penélope Cruz.
La cola que llegaba a la calle
Y si esta semana Rovira ha estado en el programa de El Objetivo o El hormiguero, en no menos escenarios se le veía antes de su etapa televisiva. Para compatibilizar los estudios con la actuación, cambió el día de su vista a El Harén. «Comenzó a venir los viernes cada dos semanas, de tal forma que un fin de semana actuaba en una tetería de Granada y al siguiente en Málaga», recuerda Javier Lozano, que tuvo por última vez a Daniel Rovira o Rovi, como se anunciaba entonces en los carteles, en la semana cultural que organizó la tetería en 2009. «Ya había empezado a salir en televisión y fue impresionante; la cola de gente llegaba a la calle Santa Lucía», recuerda el hostelero, que también tuvo en su local a una primeriza Vanesa Martín. Paradojas del destino, el actor y la cantante han coincidido como padrinos de la Protectora de Animales de Málaga e impulsores de una campaña de apadrinamiento de perros.
De hecho, solo hay que echarle un vistazo al Instagram de Rovira para conocer a Carapapa y a Buyo, sus inseparables perros. El primero tiene cara de can serio con mirada guasona, mientras que el segundo lleva el nombre del mítico portero del Real Madrid, cuyas palomitas adornaron el cuarto de adolescente de Dani Rovira. Aunque ahora que vive cerca del Bernabeu, lo que tiene en casa es una bufanda con los colores del Málaga.
De su compromiso personal hablan numerosas ong y asociaciones para las que cada diciembre desde hace tres años organiza sus galas solidarias en el Teatro Alameda. Un apoyo que también han recibido numerosos artistas locales con los que ha colaborado e impulsado. Por ahí anda una auténtica pieza de colección, el disco Rovilegio, que surgió de la fusión de los cuentacuentos del humorista con las canciones del dúo Sortilegio y que coronó una relación artística que arrancó años antes con el espectáculo Es Tres Arte que se pueden seguir en Youtube. Precisamente, el gran arcón de los vídeos en Internet supuso además para Rovi su primer éxito masivo y la entrada a la televisión.
«Con Paramout Comedy y Youtube comencé a recibir millones de visitas que empezaron a interesarse por verme en directo... porque soy carne de teatro», recuerda el artista, que entonces comenzó a evolucionar su repertorio. Los cuentacuentos pasaron a ser monólogos en los que su humor «blanco roto» brilló cada vez con más fuerza e ironía. También su nombre, que dejó el diminutivo de su apellido para los círculos más cercanos y acuñó el definitivo Dani Rovira. El cambio lo explicó precisamente en una de sus actuaciones: «Antes mi nombre artístico era Rovi, pero me lo tuve que cambiar porque llegó un hijo de... e inventó un supositorio».
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