Ángel Cañizares, junto a una de sus esculturas móviles de colores en su casa de El Lagar.

El constructor del Imperio Bronston

A sus 80 años, el decorador Ángel Cañizares es la memoria viva de las superproducciones de los 60 y 70

Francisco Griñán

Jueves, 11 de septiembre 2014, 02:42

Como la canción del pirata de Sabina, Ángel Cañizares es de los que tienen varias vidas. Y en una de ellas fue precisamente uno de esos capitanes corsarios. Construyó su propio barco, con la ayuda de su hermano Santiago, un Ketch de 11 metros, y navegó durante 25 años. Finalmente se amarró al muelle y convirtió el balanceo del bote en su hogar si necesidad de salir de puerto. El de Benalmádena para más señas. A punto de cumplir los 80 años, Cañizares pisa ya tierra firme. Su casa es el cortijo de El Lagar, uno de los mas antiguos, en Alhaurín de la Torre. El viejo molino se ha transformado en su estudio, donde cuelgan uno de sus otros perfiles, el de pintor, mientras que en el jardín una monumental figura móvil de llamativos colores descubre su faceta de escultor. En la casa, de techos altos y fresca pese a las calenturas del verano, también se ven cuadros. En ellos se adivina una nueva biografía. En el salón, unos figurines para una película de época que no se rodó. En otros marcos, sendos bocetos a color para la inconfundible El fabuloso mundo del circo (1964), una de las célebres películas que la factoría Samuel Bronston rodó en España, junto a 55 días en Pekín (1963) o La caída del imperio romano (1964). En todas ellas, aparece Ángel Cañizares. O más bien, aparecen los decorados que construyó para que con la magia del cine se convirtieran en París, China o un gran peplum.

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Memoria viva de aquellas grandes superproducciones internacionales que encontraron en España el escenario ideal para reproducir cualquier paisaje que un argumento pudiera imaginar, Ángel Cañizares (Almoradí, Alicante, 1934) tenía facilidad para el diseño y llegó a las oficinas de Samuel Bronston tras decorarle la casa al vicepresidente de la productora, Jaime Prades. Comenzó a trabajar en la China de cartón piedra del filme de Nicholas Ray 55 días en Pekín, aunque no tardó en plantarse ante el mandamás norteamericano con un encargo delicado: decorar la nueva planta de oficinas. Pero, como en los guiones de las películas, algo salió mal.

«Se iban acabando todos los despachos, menos el de Bronston porque tuvimos un problema con la mesa que se retrasó demasiado y acabó con la paciencia del productor que, un día, ya cabreado me dijo: Ángel, no quiero verte más por aquí», recuerda con una sonrisa el escenógrafo que todavía no ha contado el final de la historia. Cañizares se volvió a los decorados de Pekín en la ficción, pero poco después el productor norteamericano lo mandó llamar: «No sabía utilizar la caja fuerte y necesitaba que yo se la abriera. Me hice indispensable porque nunca aprendió a usarla».

Un buen espectador

Aunque en su cabeza se arremolinan títulos de películas, el decorador no se considera un buen espectador de cine. «Muchas de las cintas en las que participé, después no me gustaron, entre ellas las de Bronston», asegura el artista que tiene una curiosa teoría sobre el cine del productor norteamericano: «Él pensaba que si contrataba al actor del momento, al mejor guionista y al último director de éxito para una superproducción saldrían las mejores películas de la historia, pero se equivocó porque todas fueron muy deudoras de su época».

Vista desde la actualidad, Cañizares matiza su respuesta. «Ahora he visto La caída del imperio romano y yo mismo me he sorprendido de los decorados bestiales que construimos», considera el diseñador, que trabajó estrechamente con el director artístico Gil Parrondo en filmes que también marcaron una época, como Patton (1970) y Nicolás y Alejandra (1971), con las que ganó la estatuilla de Hollywood. «Un día me llama Gil y me dice que nos han dado el Oscar, pero claro, como era el primero para un equipo español, nadie fue a recogerlo», recuerda Ángel Cañizares que añade que, aunque en los premios figuran los jefes de departamento, «hacíamos un trabajo muy en conjunto y teníamos la habilidad de adaptarnos a cualquier tipo de arquitectura que necesitara la película».

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De Papillón (1973) guarda el recuerdo de la altivez de Steve McQueen y la cercanía de Dustin Hoffman. Aquella no fue la razón para que dejara el cine, sino el contrato que firmó con Meliá para el desarrollo del Archipiélago de las Perlas en Panamá. «Años más tarde aterricé por aquí y me pareció que era el mejor sitio para vivir», comenta. Después, dejó que un barco atracara en la marea de su día a día, se enamoró del cortijo de El Lagar y creó la famosa escultura móvil de molinillos de colores que alza sus 18 metros de altura en la Avenida Antonio Machado de Benalmádena Costa... pero esas son otras vidas.

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