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MERCEDES GALLEGO
Martes, 1 de julio 2014, 20:51
Alguien se imagina un museo del 11-M? Junto a las fotos de la Estación de Atocha, lo que queda de los vagones de tren retorcidos. Los zapatos ensangrentados de las víctimas. Sus últimos mensajes telefónicos. La mochila que no explotó. Los rostros de los terroristas. Los vídeos de las cámaras de seguridad. Las teorías de la conspiración. Las vidas que dejaron de existir. O aún mejor, una habitación sellada con los restos de algunas de ellas, como hay en el museo del 11-S que se ha abierto al público hace poco más de un mes. La entrada cuesta 24 dólares y ya lleva más de 300.000 visitas.
10.000 artefactos de diferentes tipos, desde papeles a discos de PC.
23.000 imágenes, incluídas fotos de las víctimas.
500 horas de vídeo. Muchas, de los saltos al vacío desde las torres.
1.970 historias orales de víctimas, policías o bomberos.
2.100 documentos archivados sobre el 11-S.
El macabro espectáculo no está exento de controversia, pero en Hollywood siempre gana la taquilla. Y el morbo siempre vende. Con él habrá que pagar los 63 millones de dólares anuales que costará mantenerlo. Incluso cuando los restos de los atentados eran un gran socavón lleno de grúas, 150.000 turistas se apelmazaban diariamente sobre las vallas de metal para ver lo que podía haber sido un aparcamiento gigantesco. No iban a rendir homenaje a las víctimas, sino a saciar la curiosidad y tomarse una foto. En el primer año desde que se construyeran las elegantes fuentes que se ahondan sobre los pilares de las Torres Gemelas, 4.5 millones se acercaron a mirar hacia su interior. Casi el doble de los que visitan el Museo de Arte Moderno de Nueva York (Moma).
«La gente se sienta sobre el mármol donde están grabados los nombres de mis amigos, riéndose, tomándose fotos, soltando allí los vasos de Starbucks como si fuera la mesa de la cocina», escribió indignada al presidente del monumento Marianne Pizzitola, que trabajó de voluntaria en los equipos de rescate.
Si allí se refrescan la cara con el agua de las fuentes, en el nuevo museo del 11-S podrán sacudirse el calor del verano hasta que se les congele el morbo. El aire acondicionado de las catacumbas subterráneas se soporta con un jersey la primera hora, pero para devorar el sinfín de relicarios que recarga el mausoleo hacen falta tres horas. El tour guiado anuncia solo una, pero los mismos trabajadores del museo se sorprenden al oír esa estimación. En cualquier momento dado, el visitante compartirá la experiencia con entre 2.100 y 2.500 personas, según los cálculos del propio museo, que ha tenido que ajustar sus expectativas para cumplir con los requisitos de seguridad, en caso de que algún día toque evacuarlo. Después de contemplar más de 10.000 objetos, 23.000 fotos y 500 horas de video, para las que en ocasiones hay que hacer cola, no hay duda de que el visitante podrá revivir la angustia del 11-S, incluso si no había nacido cuando ocurrió.
Nada le hará sentirse más lejos de ese momento a las nuevas generaciones que los disquetes de ordenador que volaron desde las Torres Gemelas, pero aparte de ese anacronismo, al realismo con que se recrean los acontecimientos del día sólo le faltan algunos efectos especiales que los neoyorquinos nunca olvidarán: el olor a quemado, el inquietante silencio de la Gran Manzana y el retumbar de los helicópteros.
No faltan ni los pósters de los desaparecidos que pegaban sus familiares por las calles antes de aceptar que habían muerto. «Ah, estos ya los vimos nosotros cuando estuvimos aquí la otra vez, ¿te acuerdas?», decía un hombre a su esposa.
Saltos al vacío... en bucle
Las sonrisas congeladas cobran vida en la exposición de vídeo en la que se recuerda personalmente a cada una de las 2.977 víctimas, a menudo narradas por sus propios familiares. La sala es uno de los espacios que vencen el desparpajo del turista y le sumen en la profundidad de las vidas ahogadas. Los artífices del museo no han regateado escenas sobrecogedoras. Las cámaras repiten una y otra vez el salto al vacío de quienes quedaron atrapados en las plantas altas de la Torre Norte, tan cerca que uno casi puede verles las caras mientras se entregan a la muerte. O estremecerse con el recuerdo de testigos como James Gilroy, espantado ante el gesto pudoroso de una mujer, con el pelo manchado de ceniza, que se aguantó la falda antes de saltar. Como si supiera que las cámaras traicionarían la intimidad de su último momento, cuando ya no estuviera allí para defender su recato.
Todo buen curador sabe que lo más importante de una exposición es decidir lo que se deja fuera, algo que no parece ser lo que más ha pesado en este museo de 10.200 metros cuadrados. Concebido como un gran mausoleo que se adentra siete plantas por debajo del suelo, hasta las entrañas del muro de contención del Río Hudson, el espacio intimida con dimensiones de catedral y paredes cavernosas. A veces uno siente que está en el Nueva York apocalíptico de las películas futuristas. Otras, en el centro de una excavación arqueológica donde se han escarbado escaleras de piedra, cimientos de hormigón y huellas de arena. Las más, sin embargo, uno se pierde en la menudencia de los objetos cotidianos que cuentan la historia del día: una placa de policía, un documento de oficina o una nota de auxilio que nunca llegó a tiempo. «Randolph Scott, planta 84, oficina del lado Oeste, 12 personas atrapadas», dicen las letras garabateadas en un papel que encontró en la calle una mujer.
Con todo, son los documentos audiovisuales los que más desgarran la conciencia, por muchas veces que se hayan visto. Uno tras otros, los visitantes sacuden la cabeza con horrorizada incredulidad cuando ven el vídeo del segundo avión estrellarse contra la Torre Sur, para espanto de un bombero que instalaba el puesto de rescate. Las voces de los que ahora sabemos que nunca salieron recibiendo órdenes de la operadora, los dos mensajes que Paul Rooney dejó en el contestador a su mujer Beverly, primero para que no se preocupase «porque ha sido en la otra Torre». Y luego, con la voz trémula, informándole de que era muy serio. Fue su torre, la segunda en ser atacada, la que cayó primero. Ardió durante 56 minutos y tardó sólo diez en derrumbarse, con 800 personas dentro. El museo es también un homenaje a esos edificios que definieron el paisaje neoyorquino durante cuatro décadas y llegaron a ser brevemente los más altos del mundo.
Pero, a diferencia de los atentado de Atocha o los de Bali, el 11-S no cambió solo las vidas de quienes conocieron a las cerca de 3.000 personas que murieron, sino las del mundo entero. Ningún museo que quiera contar su historia puede hacerlo sin lanzar una peligrosa mirada en el tiempo. Esa en la que el patriotismo y la propaganda de los políticos se mezcla con guerras e invasiones «para prevenir futuros ataques», dicen aquí los carteles. «Os oigo, el resto del mundo os oye, y quienes tumbaron estos edificio nos van a oír pronto», gritaba con un megáfono George W. Bush a los equipos de rescate, en uno de los vídeos que se repite en las salas.
Según las leyendas escritas en la pared, «el envío de tropas a Afganistán y más tarde a Irak permitió establecer elecciones democráticas en países gobernados por regímenes represivos». Y la Ley Patria que permitió el espionaje indiscriminado de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) «expandió las herramientas de inteligencia del gobierno para prevenir futuros ataques». Es la historia que aprenderán los que prefieran ver museos macabros a leer periódicos, pero en un mundo perfecto cuatro millones de visitantes harán las dos cosas este año y sacarán sus propias conclusiones.
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