Leí una vez que la nostalgia es amar un recuerdo. Y eso es lo que siento cuando pasa en mi cabeza, como si de un flashback se tratase, un largometraje protagonizado por dos actores que nunca recibieron un galardón. Esta cinta solo existe en mi memoria pero, quizás, el texto les permita reproducirla en las suyas con sus propios personajes, porque, al fin y al cabo, todos tuvimos un verano de película.
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La trama transcurre en 'la Pitu', una urbanización de La Carihuela llamada cariñosamente así por un grupo de chavales de diferentes edades que bien podrían haber sido 'Los Goonies' (Richard Donner, 1985). Si siguiéramos los convencionalismos, el largometraje se centraría en los tópicos que asociamos a la época estival: salir de fiesta, perder la noción del tiempo o hacerse mayor a través de los amores que solo duran una quincena de agosto. Sin embargo, ésta no va sobre lo que vivió esa pandilla sino sobre lo que recuerdo después de más de dieciocho veranos al lado de mis abuelos.
No hay un primer punto de giro o un arranque claro; todo se construye a base de secuencias sin orden lógico ni cronológico montadas sobre primeros planos nítidos y detalles desenfocados. Hay una mujer, ama de su casa, que pela chumbos, gambas y boquerones. No le pidas que baje a la playa y mucho menos que se bañe. Huele a dama de noche, que nunca falta en su mesilla. Por las tardes un continental y al caer el sol a disfrutar de la brisa del mar en su esquina favorita de la terraza o del espectáculo para turistas que preparan en un hotel que se divisa en la distancia.
A su lado, siempre, un caballero que encuentra sitio en primera línea de playa aun llegando poco antes de medio día; que solo pide el mando de la televisión para ver las noticias antes de su cabezadita, en el sofá, custodiado por sus nietos. Que por la tarde, a la fresca, junta fichas de dominó junto a su hermana y su cuñado, y que no se va a la cama sin su radio, que si no, no entra en sueño. Al que siempre llamaron 'chico', le enseñaron que no se puede bajar a la piscina antes de las cinco y que a medianoche ya tiene que estar uno durmiendo; que en el congelador nunca debe faltar un helado; que en casa se come mejor que en los restaurantes; que el pescado se fríe, aunque ponga todo perdido; que la felicidad se comparte; y que el amor no se crea ni se destruye, sino que se transforma y sobrevive con los años.
Podría seguir enumerando imágenes pero entonces la película sería más larga que 'Sátántagó', (BélaTarr, 1994) y nunca llegaríamos a un final que ya pueden intuir.
Si algo nos ha enseñado la historia del séptimo arte es que las obras maestras nunca mueren. Es por eso que, si algún día tengo hijos, les hablaré de la película más importante de mi cartelera, aquella que revive a Eduardo y Loli, los abuelos que me enseñaron a amar el verano.
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