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Carlos Jurado sonríe cuando acerca el codo para formalizar un saludo que amenaza con quedarse para un tiempo indefinido. Luego se inclina hacía atrás y mira a su alrededor para controlar el entorno. Cuando ve lo que hay arruga la frente y suelta el primer suspiro del día: «Esto no lo hemos tenido nunca». Viste una camiseta roja que no le favorece para resaltar el moreno que luce, pero tampoco le hace falta. Desde las diez de la mañana hasta las nueve de la noche es el encargado del servicio de playa en el Restaurante Larry. El castigo en su piel es testigo de que no miente. «El Larry», como se conoce aquí, es uno de esos chiringuitos de toda la vida del paseo marítimo de La Carihuela. Donde todavía se conoce el punto exacto del marisco y una caña apenas supera los dos euros.
«Normalmente», explica Carlos, sería imposible aspirar a estas horas a una hamaca en primera línea de playa. «¿Un viernes de agosto en temporada alta? ¡Ni loco!», niega con la cabeza. Son las una del mediodía, otrora hora punta, cuando centra su mirada en el tramo de playa que a él le toca administrar. Con su dedo señala a una hilera de hamacas y sombrillas. Muchas permanecen vacías, por lo que llega el segundo suspiro. Lo imposible ahora está al alcance de todos y donde antes había que madrugar impera la libre elección. Sólo en hamacas, asegura después de un rápido cálculo mental, pierde cada día unos 450 euros en comparación con el año anterior.
Carlos admite, que cuando se pone a reflexionar, todo le sabe un poco a octubre en agosto.
Que el aforo de su zona de hamacas, ya reducido de por sí a la mitad por las restricciones sanitarias, esté al 50 por ciento, dice mucho sobre lo que está siendo este verano para El Larry y para el sector del turismo en su totalidad. Casi nada está saliendo bien. «Al principio del verano me gasté 5.600 euros en colchones de polipiel. Pero los clientes no los quieren porque dicen que pegan mucha calor y los tuve que cambiar otra vez», recuerda.
Unas 14 personas trabajan en El Larry. La semana que viene la plantilla se reducirá a la mitad. Los extras cesan y los más afortunados volverán al ERTE. Eso, si el Gobierno decide prolongarlos más allá del 30 de septiembre. Lo contrario podría tener consecuencias dramáticas para una provincia como Málaga, donde el turismo sigue siendo el principal motor para el empleo, aunque ahora esté gripado. «Y agosto no ha sido del todo malo para nosotros. Otros ya han cerrado o cierran la semana que viene», matiza Carlos y lanza una advertencia que se repetirá más tarde: «Lo malo viene ahora».
De vez en cuando se escucha a pequeños grupos desfilar por este paseo marítimo que conecta a Torremolinos con Benalmádena y se ve Puerto Marina al fondo. Pero la mayoría del tiempo reina el silencio. Varios vendedores ambulantes han dejado su mercancía al sol y buscan refugio bajo la sombra que brindan unas palmeras. Un despistado pregunta por unas Ray-Ban falsas y acaba llevándose una mascarilla con el logo de Adidas. Las hay también con el de Versace o de Dolce & Gabanna. La pandemia ha obligado a todo el mundo a reinventarse.
En La Carihuela, como en todo el litoral, desde Torremolinos hasta Manilva, está pasando algo insólito este verano: el idioma dominante vuelve a ser el español. Quizás eso explica también que «normalmente» se haya convertido en uno de los adverbios más utilizados. Justo porque nada parece normal.
Un paseo por las zonas de afluencia turística sirve para constatar que la Costa del Sol ha descubierto este verano lo que es la soledad. El turismo extranjero ya no está, borrado por un virus que le obliga a emigrar dentro de sus propias fronteras. Los británicos a las playas de Brighton o Bournemouth, los alemanes a las de Usedom o Sylt y los holandeses a cualquier camping que tenga para aparcar una caravana.
Por primera vez desde las postales en blanco y negro, se cumple el sueño de algunos lugareños que decían sentirse asfixiados y desplazados por el turismo. Pero es un sueño caro, como muestran los primeros datos oficiales que ponen la piel de gallina a alcaldes y concejales de turismo de la zona. Un 80% menos de turistas extranjeros y 40% menos de turistas nacionales en Torremolinos. En Benalmádena, la ocupación hotelera en agosto apenas ha llegado al 40%. Lo mismo pasa en Mijas. En Marbella, los números para julio reflejan un 71% menos de turismo extranjero y un 42% de visitantes nacionales.
El alcalde de Benalmádena, Víctor Navas, trata de imprimir algo de optimismo forzado: «Estamos preocupados por la situación, especialmente a partir de otoño. Pero, atendiendo a las cifras, sólo podemos mejorar cara a 2021».
En el aeropuerto de Málaga despegaron y aterrizaron en 2019 más de 1.400 aviones en el primer fin de semana de agosto. Este año han sido menos de la mitad. El reflejo en las playas y en los paseos marítimos es inmediato. Restaurantes con las persianas bajadas. Corredores que tienen todo el espacio del mundo y no tienen que sortear a nadie. Dependientas en los souvenirs que no saben qué hacer entre pareos y crema solar. Los cocodrilos hinchables se van acumulando y el móvil se convierte en el mejor amigo.
Andrea Ballesteros, 24 años, es una de ellas. Es el tercer año consecutivo que trabaja en Souvenirs Retorre. Había días en los que tenía que empezar a reponer las cremas solares antes del almuerzo. El problema ahora no es que lleguen pocos clientes. Hay mañanas en los que no llega ninguno.
«Es chocante ver esto así. Estamos facturando menos de la mitad del año pasado», reconoce. Su jefa ya le ha comunicado que a partir de septiembre no podrá seguir. Ante las perspectivas poco halagüeñas que se perciben, Andrea ha decidido que volverá a la universidad.
Por momentos, todo se parece demasiado a un conjuro. Las perspectivas a principios de año eran inmejorables y los abarrotados libros de reserva refrendaban el éxito de un modelo que ha hecho de la Costa del Sol un lugar con un encanto único en el mundo. Aquí pueden veranear Julio Iglesias y un fontanero de Leeds en absoluta armonía porque ambos saben que nunca van a cruzar caminos. La alta sociedad y el que se sube al avión en chanclas de playa. La discoteca en Marbella a 1.000 euros la botella y el merendero que da trabajo a tres generaciones de la misma familia.
Hay otra paradoja en esta crisis y Alberto Martínez la está saboreando desde que llegó hace una semana. Vive en Badajoz, pero todos los años veranea en la Costa del Sol. Dirige una oficina de seguros y su mujer, Belén Cano, es funcionaria. Los dos forman parte del segmento más cotizado en estos momentos: el turista nacional que no ha perdido poder adquisitivo. «Es el año que más estamos disfrutando porque es como si tuvieras esto para ti. Pero a la vez sabes que es un pensamiento muy egoísta, por todo lo que hay detrás, el trabajo de la gente», expresa un sentimiento encontrado que deja una conclusión clara: el paraíso es insostenible si sólo lo disfrutan unos pocos.
El turista extranjero, así lo confirma cada trabajador al que se le consulta, es relevante para el sistema. Como se ve en la cantidad de negocios de los que ya cuelga el temido «se alquila». Empieza a ser un fenómeno notorio, que amenaza con ir a más.
Mahou Souhezi regenta desde 2014 un elegante local en Puerto Marina. Hasta el refresco se sirve aquí en vaso de whisky. Son las cuatro de la tarde y en vez de escuchar la máquina del café y el hielo de las cocteleras, lo que se escucha es el crujir del suelo de madera. «Ahora mismo me sale más barato cerrar que seguir abierto», se lamenta. La luz serían 900 euros y el alquiler otros «miles de euros». ¿Va a aguantar hasta el año que viene? «Con mucho esfuerzo, podría tirar si esto remonta en 2021», asegura. Por ahora, ha tenido que prescindir ya de seis trabajadores.
Si a hosteleros como a Mahou le va mal, también le va mal a Juan Jurado. El turismo es como una gran reacción en cadena. Cae una ficha, empiezan a caer las demás. Juan es representante de marcas de refrescos y bebidas alcohólicas. Lleva casi 40 años distribuyendo en la Costa del Sol. «Esto no se podía imaginar», dice. Todavía hay algo de incredulidad en su voz.
«Ahora mismo, tendría que tener a tres camiones repartiendo cerveza. Tengo a uno y sobra espacio», asegura que con cada día que pasa aumentan las pérdidas para todos. «Lo malo es lo que viene ahora», advierte de los nubarrones en forma de hoteles cerrados y negocios arruinados.
El retorno masivo del turismo extranjero tardará en llegar a la Costa del Sol. Francisco Mena, el dueño de otro garito conocido en Playamar, el Lombok, lo sabe. Pero quiere ser optimista y encarna a la perfección a ese empresario acostumbrado a caer y levantarse una y otra vez. Todavía se acuerda de cuando la crisis financiera se llevó por delante a su primer negocio, aunque ahora se ve mejor preparado para no tener que cerrar.
«Cuando volvimos a abrir, los primeros días miraba la caja y la comparaba con la del año anterior. Dejé de hacerlo enseguida porque era deprimente. Este año es para cubrir gastos», se reafirma, no obstante, en que esta crisis también quedará atrás: «Es lo que nos distingue a los humanos del resto. Si no, nos hubiéramos extinguido ya como los dinosaurios».
Como para casi todos, la esperanza principal de Francisco ahora tiene forma de vacuna.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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