Hubo un tiempo en que los campamentos de verano se llamaban colonias infantiles de verano. Si en los 80 a los niños malos se les enviaba a Campillos, a los buenos, como premio, se les mandaba dos semanitas a esas colonias, una en Sabinillas y otra en Ronda, que hoy siguen en manos de Unicaja, aunque bajo el moderno nombre de 'campus', que es más cool. A mi me tocó ir a primera línea de playa. Veréis, esto es un 'Diario de Verano' basado en hechos reales, pero algunos personajes y acontecimiento han sido ficcionados porque yo era muy pequeño y no teníamos Tiktok ni Instagram. No había móviles ni testigos en aquella colonia, salvo unas pocas fotos que he podido encontrar por Internet. Hasta aquí, mi descargo de responsabilidad y, ahora, una petición: si pasásteis por Sabinillas en los 80 ó 90, seguro que tenéis mucho que contar en los comentarios.
Publicidad
He tenido una charla con doña Rafi, mi madre, para aclarar con qué edad se me mandó destino a Manilva: asegura que gastaba 7 años. Pocos me parecen. Pero yo recuerdo que en Los40 sonaba una y otra vez Eddy Grant y su 'Gimme hope Jo'Anna' (...before the morning come). Si eres de los 80, te vas a pasar unos días como yo cantando la cancioncita. Así que todo apunta que era más bien 1989. ¡Nueve añitos! Que te mandaran lejos de casa por primera vez ya era toda una aventura, que encima fuera a Sabinillas, para mí fue como un Erasmus. A saber, nosotros vivíamos en Ciudad Jardín y no teníamos coche, así que eran un autobús de la EMT rumbo a la estación y otro que nos llevara de Málaga capital a mi último confín de la tierra conocido. Si hoy por peajes es algo más de una hora, imaginad la aventura con un goteo de paradas de por medio. Mi mundo se acababa en San Luis de Sabinillas: Hic sunt dracones.
Recuerdo que en casa me había dejado mi yoyó Russell (de nosecuántas estrellas) y mi taco de cromos de LaLiga que estaba por empezar. En mitad de todo el verano, el Barça se trajo a Laudrup y el Madrid a Hierro, reventando el mercado de los cromos Panini. Llegaba con las manos vacías, un petate chico y, lo más importante: sin amigos, o eso creía yo. Tuve la suerte de que un chaval de mi clase viniera a caer en mi turno, el primero de agosto. Lo llamaremos J.R., por aquello de mantener su anonimato. Gracias a él, me ahorré el costoso trabajo de hacer amigos. Yo, por aquél entonces, «de constitución fuerte», como me decía mi pediatra, y «empollón», como me decían mis compañeros, era tímido. Así que gracias a J.R., que además repitió el año siguiente en la misma fecha, tuve un amigo, al menos uno, para ir haciendo pandilla.
Nada más llegar te metían en unos barracones gigantes. No sé, ¿50 niños? ¿100? Obviamente los chicos aquí y las chicas en el de enfrente. Y, aunque los más mayores sí que se echarían novias y esas cosas, nosotros estábamos más preocupados de eructar el abecedario o matar bichos. Pues eso, los barracones: tenías tu camita, una mesita de noche al lado para tus mudas contadas y tu taquilla al fondo. Y al lado, las duchas. Lo más cerca que yo he estado de la mili ha sido esa ducha. No por mala, sino por populosa, desfilando con nuestra toalla o albornoz al hombro, siempre en bañador, con tu bote de jabón en la mano después de una dura jornada de juegos y sol.
Las jornadas eran largas, y duras, sobre todo para mi que la única actividad física que toleraba era correr al comedor cada vez que tocara. Pero se lo curraban: fútbol, baloncesto, creo que yo le daba bastante al voley, y hasta unas olimpiadas con sus medallas Me flipaba la piscina, primero porque en Ciudad Jardín nadie tenía piscina, y segundo porque tenía una estatua con una tortuga gigante y un niño sentado encima. Nosotros no nos podíamos subir, el niño de piedra, sí. Gastábamos el tiempo de remojo en practicar otros deportes de riesgo en el lavapiés, un elemento que ya no existe en las piscinas por cuestiones obvias de seguridad. Nosotros lo usábamos lo mismo para ahogar avispas que para correr, lanzarnos en plancha y generar una suerte de ola del melillero. Todo mal.
Publicidad
Del comedor amaba los días de pasta y papas fritas con filete 'empanao' y odiaba los de fideos amarillos. De postre, casi siempre una naranja o un platano, mientras soñabas con el yogur de macedonia que llegaría en la cena. ¡Ay, las noches de Sabinillas! Eran increíbles. A veces tocaba cine de verano a la fresca, pero casi siempre era una velada en la que inspirados monitores nos hacían corear 'Mi ovejita lucera' o 'El arca de Noé'. Obviamente, a más edad del público, más vergüenza ajena. Luego, creo que los viernes o sábados, se descolgaban con una noche de guateque y recuerdo que, aunque a los más pequeños nos mandaban a la cama antes, al menos una horita bailábamos. Bueno, bailaban los otros, yo miraba. Me hubiera faltado una barra en la que acordarme con un quinto fresquito, pero allí ni agua te daban. Y así no, oiga.
Había cosas con las que te sentías mayor, como que tus padres te dieran dinero para que compraras un helado o chuches en un quiosco que tenían dentro de la colonia. ¡Niños de ocho años con poder adquisitivo! Yo llegaba a permitirme un Negrito de Frigo (mi favorito) una o dos veces por semana. Tu familia también te llamaba por teléfono y era toda una aventura: sonaba tu nombre por megafonía, cruzabas el campus para ir hasta la recepción. Allí eras como un detenido administrando su única llamada. «Manda más dinero». Ojo, que luego venían a verte en mitad del campamento y a traerte algún regalo que no volverías a ver hasta tu vuelta a casa. Y en esa visita te daban algo de más dinero para tirar la semana que te quedaba, porque lo mejor estaba por venir.
Publicidad
Cuando ya te habías acostumbrado a la vida en Sabinillas, sonaba la campana. Hora de hacer las maletas. Justo antes de marcharnos, montaban la feria. Y aquí sí que me patina la memoria. Me pongo en plan realismo mágico y en aquél campo de fútbol imagino norias y tiovivos, pero de lo que tengo un recuerdo más fiable es de que hubiera un castillo hinchable y la pesca de patos. Nada de esto era gratis, tirabas del dinero que no habías desperdiciado en frigopiés. Además, ese día no había comedor por la noche, y te comprabas un perrito o una hamburguesa. Y con la resaca de la fanta naranja que te permitiste con tus últimos 20 duros, al día siguiente estaban tus padres recogiéndote. Después de otro viaje en bus me esperaban mi casa y una Málaga en Feria, aunque nosotros, como tantas otras familias malagueñas teníamos una tradición arraigada: en Feria se iba a Tívoli. ¿En tu casa también? Aunque eso ya es material para otro 'Diario de Verano'.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.